Gigantes en miniatura

¿Puede haber acto más antinatural? Terminar el día de trabajo y escapar con una película de 1962, japonesa, llamada “King Kong Vs. Godzilla”. ¿Hay algo que no sea artificial en esta elección? Nuevamente, un archivo conseguido en Internet proyectándose en mi televisor y yo, distraídamente, cumpliendo el requisito mínimo de verla. ¿Para qué? Si ya se tiene el pretexto, lo anecdótico o las supuestas metáforas que supuestamente justificarían escribir sobre una película llamada “King Kong Vs. Godzilla”. ¿Qué inocencia cabe aquí? Esta sería una pieza perdida en el espacio y el tiempo si no fuera por la telaraña de ecos. Yo sólo puedo atiborrar el metalenguaje que intenta hacer de una película tan mala, un objeto curioso. Pero esta vez el pretexto fracasa y la historia se desarma. Caigo en cuenta que, para colmo, “King Kong Vs. Godzilla” es también un juego lejano de referencias. Dos monstruos de películas con un mundo de distancia, pero ambos famosos. Entonces, ¿por qué no pelean? Todos querrán saber quien gana. Rodar esta película: el acto más natural.

Gana King Kong. Cuando escribí hace meses sobre “Gojira” (1954), la primera cinta de Godzilla, y supe que buena parte de su prolífica saga salía del Japón para ser reensamblada en versiones norteamericanas (adaptación para un público que no había perdido la Guerra), imaginé que la mayor deformación, el divorcio definitivo entre ambas versiones estaría en “King Kong Vs. Godzilla” por las nacionalidades, antiguas rivales, que se encontraban en el título. ¿Qué espléndida justificación para el juego de palabras habría resultado? Pero no, King Kong gana una versión tras otra. Parece que cuando dos fieras fantásticas se agarran a golpes, la victoria debe recaer en el que tenga algún resquicio de humanidad. Godzilla, aunque autóctono, no simpatizaba con mamíferos. Entonces “King Kong Vs. Godzilla” es simplemente un experimento comercial directo y auto consciente. Cualquier lectura política posible sobre Godzilla con esta película se extinguió totalmente, ahora la irrealidad era absoluta y rentable.

Ver “King Kong Vs. Godzilla” sólo en una habitación, es una vergüenza en solitario. Su factura es tan masiva, su razón de ser estaba en el hecho de colmar una pantalla cinemascope con una destrucción de gigantes en miniatura. Sólo se espera la llegada de lo prometido, las secuencias de diálogo son simplemente descansos cómicos entre apariciones fantásticas. Nada se espera de los personajes humanos, ni de quienes escriben sus diálogos, la trama se da por satisfecha con ser un marco coherente de lo inverosímil. En fin, qué sentido puede tener verla solo. En 1962, fue hecha para el relajamiento colectivo de adolescentes, para el bullicio y la risa fácil, en 2007, por lo menos daría entretenimiento al cariñoso escarnio de los cinéfilos. Encontrar un fósil del tipo de cine que hoy se promocionan a los costados de los buses, para gozar de su tosca convicción de lo imposible.

El requisito mínimo de la “parte dramática” de “King Kong Vs. Godzilla” es, obviamente, hacer que ambos se encuentren. King Kong no había hecho una nueva aparición desde su debut en 1933, pero se le recordaba muy bien. Godzilla, inventado a mediados de los cincuenta, contaba con dos apariciones previas, multitudinarias en el Japón y después, en versión aligerada, en los Estados Unidos. Sin embargo, la realización de esta “pelea del siglo” contaba con un presupuesto demasiado endeble para el peso de los contrincantes. Después de la gruesa tajada que se destinó a comprar de los derechos de King Kong a la RKO, no quedó solvencia suficiente como para revivir al Gran Gorila en su animación stop-motion originaria. El secreto del gigantismo consistió, entonces, en un señor acalorado bajo un disfraz. Todo lo que pisoteaban o derribaban a manotazos, en realidad estaba construido a pequeña escala con innoble cartón. Los primeros planos revelaban la imperturbabilidad de las máscaras y en cada forcejeo entre los protagonistas se echaba mano apurada a cuanto ingenio se había inventado para simular la acción de un coloso sobre la pequeñez urbana. Se hace uso abundante de un blue screen arcaico que remienda backgrounds sobre actores reaccionando ante lo imaginario. Una irrealidad que exhibía sus remaches a todo momento, aunque encantado pudo haber quedado su público con escenas como la sedación de King Kong mediante el ritmo de tambores de su perdida isla. Todo para que afloje la mano y libere a una japonesita chillona. Por su parte, las secuencias de diálogo contribuyen al relajo haciendo alusión a lo único que puede importar: quién triunfará antes que aparezcan los créditos. Un personaje tira una moneda y se reserva el resultado.

¿Pero de que va la “parte dramática”, finalmente? Iba a contarla pero quizá sea caer en la trampa. Esta película es detractora del argumento, lo tiene por cumplir, pero no lo necesitaría. Su ambición es aplanarlo para permitir el máximo espacio a otro tipo de distracción. Con el paso del tiempo, la tecnología ha ido limando en sus semejantes, las asperezas de pretender ser mundos irreales. Pero la idea es que finalmente cada vez haya menos necesidad de tener algo para contar (y mucho más algo para mostrar). Así que me siento tentado a aclarar que no la recomiendo, que más provechoso sería que se vayan a ver “Alien Vs Depredador”, que está al otro extremo de la evolución. Pero el hecho de tropezarnos con esta obrita, hecha para el olvido, en el mar de referencias que lo memoriza todo, sea una experiencia mucho menos probable de tener. Aunque eso no siempre importa.
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El sepulturero hereje

“Não assista este filme” advertía la gitana, acariciando un cráneo de cartón. Pero el público, cebado con chanchadas, no compraba una entrada en vano. “¡No vean esta película! Váyanse a casa”. Nadie podía dudar que “À Meia Noite Levarei a sua Alma” (A media noche me llevaré tu alma, 1964) no era otra comedia carnavalesca, sino el primer largometraje de horror brasilero. Un país impregnado de supersticiones, credos ancestrales y fanatismo, no podía seguir riéndose cada vez que iba al cine. Mientras tanto, a Zé Do Caixao, el más blasfemo y descreído personaje salido del cine, con cada exclamación de horror y cada reclamo de la censura le crecían más las uñas.

Para convertirse en cineasta, José Mojica Marins avanzó por un tortuoso camino. Pocas cinematografías, como las latinoamericanas, son mejores en poner a prueba la voluntad y la resistencia de sus cineastas. Mojica Marins no sólo soportó las penurias de decidir hacer un cine personal en Latinoamérica, sino también sufrió extraños infortunios de su personal destino. Siendo niño, su padre, que regentaba un cine de feria, le obsequia una cámara de 8 mm. Realiza infinidad de cortos inspirados en su asombro por la superstición y los ritos de la muerte. Cuenta que fue secuestrado por gitanos y presenció sesiones de magia negra y el retorno de un muerto a la vida, en un remoto lugar donde nadie conocía la catalepsia. Mas tarde, sorprendería al cura de su Iglesia con un corto en 16 mm con su peculiar visión del Juicio Final, al punto que aquel propondría su exorcismo. Sus primeros intentos de hacer un largometraje fueron literalmente funestos. Las tres actrices elegidas sucesivamente para protagonizar su película “Sentença de Deus” tuvieron un tropiezo fatal. La primera murió ahogada, la siguiente de tuberculosis y la última perdió ambas piernas en un accidente. El rodaje de su nuevo proyecto, “O Auge do Desespero”, fue arrasado por una lluvia torrencial que destrozó escenografía, equipo y cámara. En 1959, “A Sina do Aventureiro”, una suerte de western rodado en una región inhóspita, también se arruinaría al descubrirse que gran parte de lo filmado estaba fuera de foco. Los títulos ya parecían anunciar el fracasado desenlace de estos proyectos: “Sentencia de Dios”, “El abismo de la desgracia” y “El destino del aventurero”. La mala fortuna tenía a Mojica Marins estaba en la quiebra, abandonado por su esposa y enfermo de una depresión que ni un sacerdote macumba le pudo arrancar. Pero, como ha sucedido muchas veces en el origen de las grandes obras, Mojica Marins tuvo un sueño, o más bien una pesadilla, en el que era arrastrado por un hombre misterioso hacia una lápida con su nombre. Aquel sujeto, vestido de oscuro, llevaba su rostro. Menos de un mes después, hipotecando su casa e invirtiendo hasta la última moneda, lograría capturar esa pesadilla en celuloide: “À meia noite levarei a sua alma” (1964), su obra definitiva.

El personaje salido del subconsciente de Mojica Marins fue bautizado (es sólo un decir, en realidad este ser hubiera abominado del bautismo) como Zé Do Caixao o Joe Coffin, para la distribución internacional. En un principio estaba pensado que un actor lo interprete, pero ninguna opción complacía a Marins. Entonces fue evidente que él debía encarnar a su propia pesadilla. Zé Do Caixao es la personificación del mal. Un sepulturero, ateo a ultranza, que desprecia toda creencia en lo sobrenatural. Viste siempre de negro y en sociedad desenvuelve una sinceridad tenaz y agresividad a la mínima provocación. Es capaz de asesinar con sadismo pero tiene la gentileza de presentarse en el funeral de la víctima para dar las condolencias. Su conducta es nietzscheana, se considera un hombre absolutamente libre, ningún miedo o creencia lo reprime de ejercer el más abyecto egoísmo. Solo hay una cosa que respeta, la valentía, y una sola es la razón de su existencia: asegurar la continuidad de su sangre.

En “À meia noite levarei a sua alma” ocurre en una paupérrima villa al norte de Sao Paolo. Los pueblerinos viven atemorizados con la presencia de Zé do Caixao, que se pasea pronunciando blasfemias, insultos y acosando a las mujeres. Zé tiene una amante, Lenita, incapaz de engendrar el hijo que este anhela. Pero Zé ahora desea a Teresina, la novia de su único amigo, Antonio. Sin el más mínimo impedimento moral, Zé se deshace de Lenita, amordazándola y poniéndole una araña en la cara, y luego apuñala a Antonio. Durante el funeral, Zé visita a la desconsolada Terezinha y la viola. Poco después, la mujer elige ahorcarse antes que traer al mundo a un hijo de Zé. Jura que volverá para arrastrar su alma hasta el infierno. El sepulturero decepcionado retoma la búsqueda de alguien que albergue su retoño. Una forastera llega al pueblo y solicita en la taberna a un caballero que la acompañe hasta la casa de tu tía, al otro lado del cementerio. En un pueblo de supersticiosos, el único capaz de amabilidad como tal es Zé, que se ofrece a acompañarla. De regreso por el camposanto, Zé piensa en cómo seducir a la recién llegada pero de repente la atmósfera se torna inquietante y aparece el espectro de Antonio. Vaticinada por la gitana, la venganza de los espíritus parece sobrevenir contra Zé. El sepulturero exclama desafiante: “!Destrúyeme, no creo en nada!”.

“À meia noite levarei a sua alma” es tan lograda en crear una atmósfera sobrecogedora que disimula todos los defectos de su precaria factura. A excepción de Mojica Marins, los actores son pésimos. Sin embargo, esto visto de una manera puede jugar a favor del film remarcando la idea de que el pueblo de Zé do Caixao está habitado por mansos timoratos. Pensándolo bien, los actores debían estar realmente aterrados. Se cuenta que durante el rodaje, en un momento muy crítico, Mojica Marins perdió la paciencia y obligó a todos a trabajar apuntándoles con una pistola, que poco antes había sido parte de la utilería. Por premuras del presupuesto se utilizó una araña real en la escena de la muerte de Lenita, que dio como resultado gritos verídicos de la actriz. Todo esfuerzo, para no decir exceso, puede haberse justificado en haber servido para dar al cine un villano tan peculiar e interesante como Zé do Caixao.

Como es de imaginar, en 1964 era toda una novedad un film con tal fascinación por la maldad, con algunas imágenes proto-gore y más de un enunciado blasfemo. El expediente de la censura contra esta película fue profuso, pero a pesar de ello (o quizá por eso) “À meia noite levarei a sua alma” fue todo un éxito en Brasil. Si bien el triunfo no representaría ni un real para su director, por haber cedido los derechos previamente para pagar deudas, ganaría gran fama con su personaje y llamaría la atención del “cine de lixo”, una vertiente del cine brasilero que en contraposición al cinema novo, prefería los traseros a las metáforas políticas y las tramas escabrosas a los diálogos edificantes. Para ser distribuidas en ese circuito, pero con su sello personal, Mojica Marins hizo sus siguientes películas: la exitosa secuela, “Esta Noite Encarnarei no teu Cadáver”, (“Esta noche me encarnaré en tu cadáver, 1967”) y varias otras donde Ze do Caixao aparecería como parte de una alucinación o presidiendo su propio infierno.

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