El rostro trasplantado

Sobre las grandes pantallas ya se escurrían los primeros salpicones de sangre. Barato celuloide americano desembarcaba en Europa y traía consigo el miedo y la violencia gráfica como las nuevas (pero prohibidas) emociones del cine. Los franceses, delicados artesanos del cinema, no podían quedarse atrás e ingresaron en lo horrendo como correspondía a su fama. “Les yeux sans visage” (“Ojos sin rostro”, 1959) es la película de horror más elegante jamás filmada. Pero lo cortés no quita lo valiente. Los críticos quedaron traumatizados. Esta película agredía sus refinados conceptos del cine francés, pero al mismo tiempo los fascinaba con su narrativa maestra. Lo intolerable era que su virtud estaba al servicio de sórdidas audacias. Mientras la vecina Alemania era aún muy sensible a cualquier referencia a la crueldad de sus científicos nazis, Francia mostraba al vecindario esta cinta sobre un doctor demente que extirpa el rostro de bellas jóvenes por amor a su hija.

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La nación clandestina

Una metáfora cinematográfica puede contener varios libros de antropología. Las naciones clandestinas que pueblan Latinoamérica se funden al calor de los siglos, se contaminan con cautela o se repelen a pedradas. Un hombre aymara retorna a la pureza. Su existencia, mermada por el desprecio de su origen y después por la traición, se inmola en honor de su comunidad. Sebastián, el expulsado, ejecuta el Danzanti, una danza inmemorial que ya casi nadie recuerda. El baile debe concluir con la muerte del ejecutante, exhausto bajo atuendos coloridos y una pesada máscara de diablo.

“La nación clandestina” (1989) es posiblemente la mejor película hecha en Bolivia, un país donde la expresión cinematográfica es mediana y esporádica, como sucede en buena parte de América Latina. La formación de su director, Jorge Sanjines, fue resultado de una época donde un importante sector de las artes tenía inculcado un compromiso político: alentar a las masas hacia la Revolución. Con esta intención, el cine, como la literatura o la pintura, era concebido como el hacha que rompiera el hielo de la pasividad en el espectador. En los setenta, liderando el Grupo Ukamaru, Sanjines realizó sus primeros trabajos ensayando una visión socialista del mundo indígena y sus problemas. La narrativa de su cine favorecía el distanciamiento antes de la seducción del relato, y el protagonismo colectivo por encima de los avatares de un héroe. Naturalmente, los tiranuelos de uniforme tomaron nota y el Grupo Ukamaru sufrió persecución. Sanjines partió al exilio pero continuó realizando películas con comunidades campesinas en el Perú y Ecuador. Tiempo después, cuando la dictadura de turno perdía fuerza, Sanjines retornó a Bolivia con un cine igual de combativo pero con mayor complejidad formal. “La nación clandestina”, su obra definitiva, estaba por venir. La película se realizó gracias al apoyo financiero de instituciones de Europa y Japón, pero su factura es netamente autóctona. Con total libertad en el guión y holgado de tiempo para la producción, Sanjines se concentró en las contradicciones del mundo andino a través de un relato contundente y magníficamente ejecutado.

La acción se centra en un individuo que simboliza una colectividad originaria, pero clandestina ante el Sistema. El tema es el desarraigo de Sebastián, nacido en una comunidad aymara pero entregado desde la infancia a los patrones de la ciudad. Inevitablemente el haber crecido alejado de su comunidad y habiendo sido objeto de racismo, hicieron de Sebastián un renegado de su origen. En La Paz, Sebastián decide cambiar su apellido Mamani por Maisman, por el caché extranjero. Todo esto es evocando en una escena, la primera de la película, en la cual los familiares lamentan el menosprecio de Sebastián, pero reconocen ser ellos los primeros culpables.

Entre los mestizos, la vida de Sebastián transcurre entre el servilismo a los paramilitares, que defienden intereses antipopulares, y la degradación mediante el abuso del alcohol. Es justamente en una cantina donde su hermano Vicente, profesor de escuela todavía unido a su comunidad, lo encuentra para darle la noticia que dará otro giro a su vida. Su padre ha fallecido y ahora es requerido por su madre para cultivar la tierra. Entonces Sebastián decide retornar, se hace campesino y consigue esposa. En poco tiempo se gana la confianza de su gente y, gracias a sus anteriores vínculos con La Paz, lo eligen jefe de la comunidad. Pero el viejo trauma del desarraigo lo hace ahora proclive a la tentación de la corrupción. Se beneficia personalmente de ayuda extranjera y oculta información a su comunidad para impedir que esta se movilice políticamente. Al ser descubierto Sebastián es humillado públicamente y es expulsado de por vida. Nuevamente en La Paz, el remordimiento lo persigue, su regreso a la vida urbana está vacío de sentido. Desesperado encuentra como único medio de expiación la antiquísima tradición del Danzanti, que recuerda haber presenciado de niño, donde el ejecutante baila hasta la extenuación y muere en honor de su comunidad. Con una enorme máscara a cuestas, cual Cristo con su Cruz, Sebastián emprende su retorno final al orígen, atravesando un país nuevamente agitado por golpes de Estado y persecuciones políticas.

“La nación clandestina”, una producción de bajo presupuesto, de actores no profesionales y con más de la mitad de los diálogos hablados en aymara, fue todo un éxito de crítica y público. Al otro lado del charco, en Europa, el jurado del Festival de San Sebastián la premió con la Concha de Oro. Mientras tanto al interior de Bolivia, el propio Sanjines la proyectaba en escuelas y plazas.

Además de su argumento envolvente que logra la identificación de un público comúnmente ajeno al cine, el pueblo aymara, “La nación clandestina” se destaca por ser experimental en lo formal, en el afán de aproximarse al arte del cine desde una visión indígena. La noción andina del tiempo donde los sucesos no acontecen en línea recta, sino como parte de un devenir cíclico; y su memoria colectiva, que no organiza los recuerdos en orden cronológico, encuentran correlato en la estructura del film mediante la alteración de los tiempos. Mientras la mitad del film transcurre, el último viaje de Sebastián hacia su comunidad; la otra parte, las razones y la experiencia del desarraigo, transcurre entremezclada. Cada escena es mostrada mediante lo que Sanjines llamó “el plano secuencia integral”, tomas largas sin cortes que abarcan diferentes acercamientos y ángulos, integrando a los personajes con su medio y evocando la colectividad andina. Si bien estos recursos no son invento nuevo, resultan sorprendentes por su armonía con este relato de contradicciones. “La nación clandestina” juega con varios extremos, el aislamiento y la aculturación, el bien común y el destino individual, pero el más provocador es quizá el paso del ser alienado a conformar parte de una memoria colectiva.

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