El triunfo del titiritero

Me pregunto cómo fue posible que no me enamorara de la niña Jennifer Connelly. Ella tenía 14 años y su rostro ya era la perdición para la cámara. ¿Será porque la conocí a través de un televisor pequeño y a blanco y negro? No creo. La razón es que a los ocho años ninguna niña puede ser más fascinante que aquella galería de duendes jaraneros y esas escenografías de pesadilla del film favorito de mi infancia, “Laberinto” (1986).

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