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Los asesinos de la luna de miel

Mientras los códigos de censura decaían y los antihéroes reclamaban roles protagónicos, Bonnie y Clyde al fin perecían bajo un concierto de balas. Estados Unidos se volvió a enamorar de esta pareja de asaltantes bancarios, esta vez resucitados con la apostura de Warren Beatty y la belleza maliciosa de Faye Dunaway. Pero los serial killers no siempre fueron tan fotogénicos. Inspirada también en una pareja que hizo correr ríos de sangre y de tinta en el pasado, “Los asesinos de la luna de miel” (The Honeymoon Killers,1970) no estaba pensada para quienes gustaban del glamour de la violencia. Protagonizada por una mujer amargada que pesaba más de cien kilos y un latin lover fraudulento y angustiado por su calvicie, la película al principio no encontró más comprensión que la de aquellos que frecuentaban los cines de medianoche en busca de entretenimiento estridente.

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Los triunfos y los fraudes

Orson Welles inició su carrera cinematográfica en la cima. A partir de ahí sólo le quedó descender por la pendiente impuesta por la antipatía hollywoodense contra este genio que no escupía monedas. Sus esfuerzos por completar otro film, a pesar de la permanente incomprensión de sus productores, tuvieron éxito por última vez con “F for Fake” (1974). Así como en su debut, su involuntaria despedida del cine también dio visos del futuro. “F for Fake” es una violación al género documental. Es un film sobre la falsificación y una película fraudulenta al mismo tiempo. Vestido de mago, ejecutando trucos ante unos niños, Welles nos promete que, durante una hora, no dirá ni una mentira en su relato sobre tres maestros del engaño.

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El aristócrata desesperado

Un atentado dio inicio a la etapa más comercial de la carrera de Andy Warhol. En 1968, una acólita resentida le descargó tres balazos, Warhol no murió pero quedó traumatizado por el milagro de haber sobrevivido.En adelante su arte se concentraría en atraer la seguridad que da el dinero. Si su pintura alguna vez había disgustado a los críticos relamidos con aquellas latas de sopa y esos colores disparejos sobre Marilyn Monroe, y si su cine había suscitado irritación, aburrimiento e intervenciones policiales; en los 70 su “irreverencia” se vendía etiquetada en las vitrinas del mercado. Uno de estos productos fue una versión pop de Drácula. El Conde reducido a una patética reliquia en un mundo donde la sangre de vírgenes, indispensable para costear su inmortalidad, sólo se consigue, si acaso, cuando una preciosa púber es desflorada por un semental con el abdomen bien marcado.

En aquel séquito de artistas en espera de sus 15 minutos de fama, llamado The Factory, estaba Paul Morrissey. Entre las rarezas allí reunidas, Morrissey lo era a su manera: católico, de derecha y con ojos ávidos a toda oportunidad comercial. Antes del atentado, Morrissey había colaborado como co-director de “Chelsea Girls” (1966), la única película de Warhol con cierto rendimiento en taquilla debido a su curioso formato: dos pantallas en las que se proyectaba simultáneamente un sin fin de situaciones, alternando el sonido entre una y otra. Pero una vez que rozó la muerte, Warhol perdió el interés en su pasatiempo cinematográfico. Su última película se llamó “Fuck” (o “Blue Movie”) donde una de sus estrellas conversa sobre Vietnam y tiene sexo, en ese orden. Su corta exhibición culminó con el arresto de hasta el proyeccionista.

Para Warhol hacer películas era jugar a contradecir al cine. La elipsis derogada. ¿Quién dice que un film no puede mostrar únicamente a una persona durmiendo y durar cinco horas (Sleep, 1963)? ¿Qué tiene de malo filmar durante ocho horas el trascurrir de peatones alrededor de un importante edificio (Empire, 1964)? Aunque el concepto resultara curioso, era insoportable observar todo el experimento. A Warhol le encantaba hacer registros y consumió muchos kilómetros de negativo, incluso a veces “filmaba” cuando había olvidado cargar la cámara.

Con el atentado llegó la oportunidad para Paul Morrissey. Warhol se concentró en pintar retratos pop art de celebridades a cambio de miles de dólares, mientras que Morrissey asumió el control de la producción cinematográfica de su firma: una serie de películas que escribió, produjo y dirigió, y a las que el pintor simplemente puso su sello de aprobación. Aunque Morrissey también fue un experimentador en sus comienzos, entendió que para atraer al público funcionaría mejor explotar el glamour decadente, hermoso y homosexual de The Factory. Si Warhol, en su juventud, había rodado películas tituladas “Sleep” o “Eat”, Morrissey en cambio rodaría otras llamadas “Flesh” (1968), “Trash” (1970) o “Heat” (1972) centradas en la presencia agraciada y taciturna de Joe Dallesandro. El cine de la firma Warhol ahora era sostenido por los brazos de un ex modelo de pornografía gay.

Joe Dalesandro era un alma desventurada. A temprana edad se vio separado de su madre, mientras esta cumplía años en prisión por robo de autos. Su padre lo entregó en adopción, junto con su hermano, a otra familia de la que serían “despedidos” por mala conducta. Pero el Señor no había abandonado completamente a Dalesandro, en compensación le dio una gran belleza física que le permitió ganarse el pan como prostituto y modelo de revistas gay. Un día se cruzó en la calle con un rodaje de Warhol y Morrissey. No más verlo, el pintor quedó maravillado con él y decidió incluirlo inmediatamente en la película que filmaban: “Loves of Ondine” (1968). En adelante, Warhol decretaría que en sus películas todos estarían enamorados de Dalesandro, cuya única virtud histriónica era su desenvoltura para desnudarse. Sus personajes, como él, siempre tendrían el temperamento tímido, lento y a veces dócilmente disgustado.

Dalesandro se convirtió entonces en el nuevo protegido de The Factory, en una etapa post-atentado donde el desenfreno ya no estaba tan de moda como la ambición por el dinero. De todo el plantel de superestrellas de Warhol, compuesto por drag queens charlatanes y adictas histéricas, el lacónico Dallesandro resultó el más exitoso. Aún así en la producción de las películas que protagonizó primaba la tacañería y la explotación. Cuando no estaba, semi o totalmente desnudo, a las órdenes de Morrissey, interpretando a drogadictos o gigolós en la serie “Flesh”, “Trash”, “Heat”; su entrepierna era fotografiada por Warhol para cumplir con la portada de “Sticky fingers” de los Rolling Stones, y cuando el lente de la cámara ya se había saciado de él, Dallesandro completaba su jornada atendiendo el teléfono o como chico de los recados.

En 1973, Morrissey y compañía viajaron a Italia con el propósito de rodar, en el menor tiempo posible y economizando cada centavo, dos películas de horror de la firma Warhol: “Flesh for Frankenstein” (1973) y “Blood for Dracula” (1974). De esta forma llegamos, al fin, a la película que nos ocupa hoy.

En “Blood for Dracula”, el Conde ya ha perdido toda su sombría seducción y el aplomo con el que penetraba la yugular de las doncellas. Como un vejestorio con el mal gusto de querer ser inmortal, Dracula llega agónico al siglo XX, tiempos en los que la sangre de vírgenes ya es sumamente escasa. Preocupado por su salud, Dracula y su mayordomo abandonan Rumania y se dirigen a Italia donde, ellos suponen, gracias al Catolicismo imperante todavía la castidad es una virtud. El mayordomo sale a hacer averiguaciones, mientras que el Conde, en silla de ruedas y más pálido que de costumbre, sufre como un drogadicto en síndrome de abstinencia, necesitado de sangre pura que le devuelva las fuerzas. Se enteran que una familia de alcurnia pero venida a menos, los Di Fiori, tiene cuatro hijas solteras dispuestas a ser entregadas en matrimonio al primer aristócrata que toque la puerta. Aunque todavía en una condición poco presentable, el Conde visita a los Di Fiori y anuncia su interés de casarse con una de las hijas, siempre y cuando esta sea virgen. “Es que provengo de una familia muy tradicional. Usted entenderá”. Entonces el Conde y el mayordomo son recibidos como huéspedes de la mansión. El único sirviente que les queda a los Di Fiori es un muchacho (Dallesandro, naturalmente) altanero, comunista y mascota sexual de tres de las cuatro hermanas. Por su lado, Dracula no puede darse el lujo cumplir con las formalidades de la aristocracia antes de hincarle el diente a una supuesta virgen. Asalta a una de las hijas pero al percibir que su sangre es impura lo asaltarán violentos vómitos. Y así cada vez que se equivoca. Desesperado llegará a exclamar: “la sangre de estas putas me está matando”.

Como vemos, en “Blood for Dracula” el ser aristócrata es una condición indeseable y condenada a perecer bajo la desobediencia de la modernidad. Por un lado tenemos al personaje de Dallesandro, bolchevique con hoz y martillo pintados en su habitación, que fornica con las niñas de la casa más impulsado por el odio de clases que por el placer. Por otra parte, está Dracula, el vampiro más rancio de la burguesía, que escudado en su condición de noble, intenta a duras penas alimentarse de la juventud para mantenerse vigente.

Morrissey no es un director de grandes pretensiones. En su cine, imperfecto en lo técnico, la improvisación y la personalidad de sus actores es lo principal. En “Blood for Dracula” tenemos un rango de actuaciones que van desde lo notable hasta lo pésimo. A lado de Udo Kier, inolvidable en su papel de Dracula, tenemos fantoches de gestos fingidos que paporretean textos, como el mayordomo o el mismo Dallesandro. Agregan sabor al elenco, la participación de Vittorio de Sica, un jocoso Marqués Di Fiori, y Roman Polanski, parroquiano que reta al mayordomo a un tonto juego. Se siente en el film el gusto por lo absurdo, por flexibilizar cualquier directiva de guión en beneficio del humor y la insinuación. Con estos ingredientes, no cabe duda que el mejor cine “de Warhol” pertenece a Morrissey.
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La dramaturgia del gore

Una disputa que civilizadamente se resuelve con una cachetada, en el horror gore equivale a un navajazo del mentón al ombligo. Tropezar al andar nos puede costar una pierna quebrada en cuatro partes. La mala suerte no sabe de desgracias menos severas a ser infectado por un virus que pudre nuestra carne en vida. Descansar en paz significa renacer con vigor caníbal y vivir es encontrarse plásticamente con la muerte. Entre los que escribieron esta dramaturgia del gore está “Re-Animator” (1985).

Una serie de cuentos de H.P Lovecraft, "Herbert West: Reanimator", fue adaptado en la clave del gore y resultó una de las comedias más insanas de los ochenta. El tema es naturalmente la muerte, o más bien la resurrección, pero ambas llegan esparciendo sangre y vísceras. “Re-animator” declara su pertenencia a lo absurdo desde el primer segundo. Su juego es hacer duro humor macabro. Fue una de las primeras en pasar por alto el sobreentendido de que el gore funcionaba dentro de argumentos solamente enfocados en el horror. Es decir, efectos especiales que agregan horror gráfico a un film al que no le pagaron para hacer reír. En cambio aquí, el gore con su lógica retorcida es una forma extrema de parodiar las relaciones humanas.

El artificio es un suero de color verde fosforescente capaz de reanimar el cerebro de los muertos recientes. El escenario es un hospital donde, como en todos, por más electroshocks que se apliquen es imposible reavivar la línea que ya se puso horizontal. El arrogante Herbert West es el médico obsesionado por testear el suero re animador que aprendió de su maestro en Austria (¿otro invento de los nazis?). Daniel es un joven doctor todavía poco curtido en ver morir a sus pacientes. Su novia, Megan, es la belleza que, como el teatro del gore exige, estará en peligro de morir o de aparecer desnuda, incluso ambas cosas al mismo tiempo. Como miembros del mismo hospital, Daniel conoce a West, le alquila el sótano de su casa y resulta cómplice casi involuntario de sus experimentos. Utilizando el suero, West logra que un gato muerto continúe con sus maullidos agónicos. Luego se inmiscuyen en la morgue del hospital para intentarlo con un cadáver recién llegado. El cuerpo se levanta furioso con ganas de ahorcar a su resucitador. El verdadero problema empieza cuando el cadáver reanimado mata casualmente al padre de Megan. Para salir de aprietos West le inyecta el suero. Qué mejor manera de borrar un asesinato que reviviendo al muerto.

Mientras las cosas se van saliendo de todo control y el suero fosforescente va de un cerebro a otro, “Re-Animator” desarrolla ritmo y estilo tan efectivos que el disparate se convierte en obra maestra. En el terreno de lo absurdo lo que fue un experimento, demente pero científico, se desborda en la embriaguez de humor negro. Momento cumbre es cuando West degüella a su rival, el Dr. Hill, para impedir que robe su invento. Sin embargo, West no resiste la tentación de experimentar con un decapitado e inyecta el suero en la cabeza y el cuerpo. Lo más divertido será que la cabeza reanimada logra controlar su cuerpo de manera “inalámbrica”. Aquella cabeza se las arreglará para atrapar a Megan, a quien Hill deseaba en vida, para intentar despacharse en un cunnilingus sostenido por sus manos.

Stuart Gordon, director de “Re-Animator”, se formó en el teatro y los comics. Durante sus inicios como dramaturgo estrenó una pieza cuya meta era lograr que el público deseara abandonar la sala. Sin utilizar un argumento nauseabundo, simplemente aburriéndolo. El inicio de la obra se retrasaba, la temperatura de la sala se incrementaba y las puertas eran encadenadas, mientras que el contenido de la pieza era lo más estúpido posible. Luego produjo una versión de “Peter Pan”, inspirada en el movimiento hippie y la Guerra de Vietnam, que terminó con él y su esposa arrestados por obscenidad. Posteriormente se une al productor Brian Yuzna para probar suerte en el cine de horror y Ciencia Ficción. Ambos compartían admiración por H.P Lovecraft, lo que motivó su primer trabajo: “Re-Animator”.

La película tuvo dos secuelas dirigidas por Brian Yuzna, “Bride of Re-Animator (1989)” y “Beyond Re-Animator” (2003). Para mi sorpresa la primera empieza con West y Daniel nada menos que en el Perú, reanimando a los caídos de una guerra civil. Stuart Gordon ha anunciado que está en marcha una cuarta película, “House of Re-Animator”, en la que West es solicitado por la Casa Blanca para reanimar al Presidente. Otra hipótesis para explicar la estupidez de Bush: tal vez se trata de un zombi.

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Misterios del organismo

Maneras de complicarse la vida como cineasta. Por ejemplo, nacer en un país comunista donde la censura pellizcaba todo furúnculo que afeara el rostro terso de las artes oficiales. Hacerse apóstol de un "científico loco" y divulgar su evangelio en celuloide de dudosa santidad. Mostrar a Stalin dando un discurso y, acto seguido, la escultura de un pene erecto. El serbio Dusan Makavejev portaba estas y otras credenciales como pasajero de los caminos no asfaltados del cine. Como director nunca obtuvo el aplauso unánime, ni siquiera con "WR: Mysteries of the Organism" (WR: Misterios del organismo, 1971), posiblemente su obra más reconocida, obtuvo de la crítica algo más que un desconfiado levante de cejas. El pensamiento de Wilhelm Reich, aplicado discípulo de Freud (después caído en desgracia por presunta locura), junto con el irresistible afán de Makavejev de fastidiar, inspiró el mensaje de "WR: Misterios del Organismo". Un comunismo, más utópico si cabe, donde el "amor libre" sería la piedra angular. "Todo totalitarismo se basa en la represión sexual y esta genera neurosis en el individuo". Acto seguido, Makavejev prepara el equipaje del exilio.

Dusan Makavejev nació en Belgrado, capital de un país que ya no existe: Yugoslavia. Como cineasta se alimentó en las cinematecas, a base de películas subterráneas, surrealistas y experimentalismo europeo. Paralelamente, Makavejev había seguido psicología donde, a pesar que lo principal en su Universidad era el estudio de la percepción, tuvo noticias de Wilhelm Reich, aquel psiquiatra que inspiraría más tarde su trastornado "Misterios del Organismo". Los comienzos de Makavejev en el cine se vieron favorecidos por la crisis financiera de los estudios norteamericanos en los 50´s. En busca de abaratar costos, grandes productores se trasladaron a la Europa de post-guerra donde cientos de extras podían costar unos pocos dólares. Belgrado, como otras ciudades, fue uno de los lugares donde se fabricaban películas extranjeras con mano de obra local. Las primeras películas de Makavejev ("Man is Not a Bird", "Love affair") tuvieron como contexto aquella intensa actividad cinematográfica que incluso dio cabida a sus experimentos que comenzaban a afilar los dientes de la controversia.

Wilhelm Reich fue uno de los discípulos engreídos de Freud que pronto se descarriló hacia sus propias teorías. En su última etapa, acusado de demencia por sus detractores, fue perseguido, toneladas de sus libros incineradas y murió en una prisión norteamericana. Sostenía que las enfermedades mentales tenían raíces en el desarrollo sexual de la persona. La cotidiana represión sexual sembrada sobre los niños cosechaba después sociedades de adultos neuróticos. En esto coincidía con los freudianos pero Reich dio un peligroso paso hacia el desprestigio. Vinculado también al Partido Comunista, Reich señaló que la causa de aquella represión sexual era la moral burguesa y la estructura económica que la sostenía. Por lo tanto, mientras persistiera el control de la burguesía no sería posible una verdadera liberación del hombre. De otra manera, la culpa impuesta seguiría contaminando la vida sexual de los individuos y enajenando su salud mental. Tales afirmaciones no gustaron ni a Freud, que más bien era apolítico y burgués, ni a los comunistas, que lo expulsaron tachándolo de idealista. Mientras tanto las investigaciones de Reich iban por su propio camino. Sostenía que mientras más capaz es una persona de tener orgasmos mejor andaba de la cabeza. Acuñó el terminó "orgón" para definir un tipo de energía vital liberada por el cuerpo durante el orgasmo. La neurosis era consecuencia de cuerpos involuntariamente bloqueados al fluir libre de esa energía. A diferencia de los psicoanalistas, que como tratamiento preferían el diálogo prolongado, Reich optaba por una terapia centrada en la respiración, en estiramientos y masajes, para desatorar el paso de la "energía orgónica". Tales métodos serían de gran aceptación hoy en nuestras sociedades ahora neuróticamente obsesionadas con la salud sexual. Reich tendría un séquito de orientalistas y sexólogos new age, best sellers lo aclamarían, pero en los años cincuenta conceptos tales ruborizaban los cachetes de occidente. Wilhelm Reich, luego de huir de Alemania, terminó en Estados Unidos donde le fue peor. Además de su pasado comunista estaba la progresiva radicalización de sus ideas. Una corte decretó que sus libros fueran condenados a la hoguera, cual inquisición, y fue justo por aquel entonces cuando el joven Dusan Makavejev se interesaba por conseguir un ejemplar.

“WR: Misterios del Organismo” es en buena medida una reinvidicación subversiva de Wilhelm Reich (a él se refieren las iniciales del título). Un porcentaje es documental sobre su vida y sus curiosos procedimientos; otro tanto una ficción juguetona y panfletaria sobre una bella militante de Reich que pregona, para los vecinos de su edicifio, el amor libre cómo la auténtica revolución; otra fracción son vistazos a un hombre que, en New York, se moviliza por edificios gubernamentales en hippesca protesta: disfrazado de soldado del neolítico con un rifle de juguete; otra pizca de un travesti neoyorquino que come helados mientras pasea con su novio; una porción de material de archivo: discursos de Stalin, sanatorios, muchedumbres en conmemoraciones revolucionarias, una sesión de electroshock y viejas películas de propaganda soviética. Elementos y lineas argumentales que se entremezclan, dialogan entre sí para tejer un escarnio colorido al “fascismo rojo”. Una composición inducida por inocultables ganas de provocar y el oficio de un director no muy dado a escribir guiones.

Makavejev es el alumno más díscolo de Eisenstein. Según él, su uso del “montaje diléctico” era la interpretación más cercana al ideal del maestro ruso, gracias al sentido del humor que aquel no podía permitirse. En “Misterios del Organismo”, la contradicción es el adhesivo que une a los pedazos yuxtapuestos. En el collage se encuentran sentidos que van de lo estúpido a lo inquietante. El efecto acumulativo es la sensación de una sociedad ofuscada por una contradicción clásica: la política estatal y su afán de arbitrar el deseo sexual. Pero incluso el caos es solo una parte, Makavejev no se anda con rodeos en expresar su máximo disgusto con el sistema stalinista. La historia de Milena, la activista, está fabricada con simbolos y líneas de díalogo más que transparentes en su crítica, aunque también con mucho de retóricas. Milena seduce a un “artista del pueblo”, un bailarín ruso, tocayo de Lenin, llamado Vladimir Ilich. Pero su acercamiento es más bien un diálogo platónico entre Lenin/Stalin y Wilhelm Reich, aliviado por la presencia de la roommate de Milena que va desnuda por la vida, una chica nada verborreica y bastante prácticante del amor libre. Haciendo explotar la simbología, la atracción entre Vladimir Ilich y Milena se consuma en la decapitación de la mujer con el patín stalinista de su amante. En la sala de autopsias, la cabeza después hablará para gritar “fascista rojo”. Material de este calibre político, además sazonado con imágenes sexuales más gráficas de lo habitual, no podía más que causar perplejidad a ambos lados de la Cortina de Hierro. Para unos, fue una insolencia mayor: el director tuvo que partir al exilio y su película esperó siete años para ser vista en Yugoslavia. Para la otra orilla, era una extravagancia venida del mundo comunista, poco conocido por los filtros de la desinformación. Hoy, tal vez avejentado para nuestros ojos, pero valiosa reliquia de un tiempo en los que incluso el sexo podía ser un asunto político.

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El regreso de los zombies nostálgicos

De niño mi profesión soñada era director de películas de terror. ¿Qué otro género me podría merecer más respeto? A los siete años sufrí una semana de pesadillas producto de la inofensiva “Cocoon” (1985). Ni la práctica ancestral del “paso del huevo” logró sacar de mí la terrible impresión de haber visto gente quitarse la piel como si fuera un abrigo. Después de noches de insomnio con las primeras secuelas de “Pesadilla en la calle Elm” (1984), pensaba qué emocionante sería poder inventar aquello que tanto me intranquilizaba.

Una de mis películas favoritas de aquella época es “The Return of the Living Dead” (El regreso de los muertos vivientes, 1985). Gracias a ella descubrí, a los diez años, que el miedo que sentía también podía resultar divertido. Tiempo después, a los veintiséis años, la vuelvo a ver y lo primero que descubro es que no era a blanco y negro, como recordaba, sino el televisor de aquel cine club de barrio, en la tranquila y árida provincia de Ilo, donde viví.

En un subgénero invadido por obras olvidables, a pesar de su título engañoso, esta película es una de las piezas distinguidas. Es originaria, cómo lo es prácticamente todo el género de manera indirecta, de la clásica “Night of the Living Dead” ( La noche de los muertos vivientes, 1968) de George A. Romero. Años después de estrenada, sus dos guionistas, John Russo y Romero, se disputaron el uso del término “living dead” en el título de posteriores producciones. El veredicto determinó que Romero debería conformarse con usar simplemente “dead”, mientras Russo podía hacer lo que quisiera con “living dead”. Entonces escribió una novela. Romero continuaba su saga con la excelente “Dawn of the Dead” (El amanecer de los muertos, 1978) mientras que Russo vendía los derechos de su propia historia de zombies a un estudio. El proyecto se retrasaría largo tiempo debido a varios cambios de director, finalmente sería adaptada y dirigida por Dan O'Bannon, uno de los creadores de “Alien”, y vencería ampliamente, en términos taquilleros por lo menos, a la tercera parte de la saga de Romero, “Day of the Dead” (1985).

Si bien son los films de Romero los considerados, con justicia, auténticos clásicos del cine de zombies, la primera entrega de “The Return of the Living Dead”, sin embargo, aportaba un estilo fresco para contar una historia de putrefacción. Un mórbido sentido del humor, un guión lúdico, dosis satisfactorias de gore y hasta una chica bailando desnuda sobre una tumba, hicieron que un amplio público, que ya dominaba las claves del subgénero, amara sus cadáveres viscosos. Lamentablemente sus secuelas no tuvieron suerte creativa, ni sello de autor alguno, pero aún así fueron consumidas por millones de aficionados.

En “El regreso de los muertos vivientes”, el joven Freddy inicia su nuevo empleo en un almacén de artículos médicos. Frank, el encargado, le muestra el stock: esqueletos venidos de la India, perros partidos por la mitad y hasta un cadáver congelado. Todo se vende para fines didácticos y científicos. Para impresionar al novato, Frank le cuenta que los hechos contados en “Night of the Living Dead” realmente sucedieron, pero para no meterse en problemas con los militares, el director tuvo que ocultar la verdadera causa de la reanimación de los muertos. Se trataba de un gas tóxico preparado por el Ejército de USA, originalmente pensando para ser rociado sobre marihuana, pero que resultó tener efectos secundarios muy particulares sobre la carne muerta. Los cadáveres reanimados accidentalmente fueron capturados por el Ejercito y escondidos. Pero, fíjense la coincidencia, debido a un error administrativo, uno de ellos fue enviado al almacén. “¿Quieres ir al sótano a verlo?” pregunta y el muchacho que no lo duda un segundo.

La carnicería empezó con una torpeza. Para demostrar la seguridad de la cápsula que contiene el cuerpo, Frank la golpea y el gas reanimador se dispara. Al despertar se dan con la sorpresa que todo lo muerto ha recobrado vida, desde las mariposas disecadas hasta el cadáver reciente en el freezer, que ahora grita y golpea desesperadamente la puerta. Presas del pánico, lo único que atinan es en llamar al jefe. Luego de un histérico forcejeo con el muerto viviente, los empleados y el jefe logran descuartizarlo. Descubren que la única manera de desaparecer los miembros, todavía en movimiento, es cremándolos en la morgue vecina. Resultó ser mala idea. El humo de la cremación, combinado con la lluvia, esparcirá el poder de reanimación por todo el cementerio (naturalmente, también ubicado en la misma cuadra). Ya saben las consecuencias: hordas de vigorosos muertos vivientes rodeando el vecindario. Los protagonistas y una pandilla de amigos de Freddy, que fue a matar el rato en el cementerio, se la pasarán gritando de miedo mientras luchan por bloquear el ingreso de los cadáveres.

A diferencia de los carnívoros y más dramáticos muertos de Romero, los “living dead” tienen como única preferencia culinaria el cerebro de los vivos. En una escena memorable, los personajes capturan el tórax cadavérico de una mujer y le preguntan la razón de esta exquisitez. Comer cerebro calma el dolor de estar muerto, el dolor de sentir la propia putrefacción.

Entre otras razones, “The Return of the Living Dead” es hoy una película entrañable para mucha gente porque es una fantasía formidable imbuida de la cultura pop de los ochentas. Encontramos en ella aquellos sonidos y colores que ahora son característicos de la época. Vestuario, diseño de créditos, punk y sintetizadores en la banda sonora, y hasta efectos especiales perfectamente ochenteros. Hay que reconocer, también, que contribuyó mucho a su recordación, que el personaje punky Trash (Linnea Quigley) se la pase desnuda durante casi toda su existencia en la película, siendo mujer o zombie.

En “The Return of the Living Dead” el humor es negrísimo. La desesperación de los personajes no produce angustia alguna sino risa. Sus vidas nos parecen tan estúpidas, que se siente mejor estando del lado de los zombies. A pesar de estar muertos de miedo, queda un resquicio por donde el apego a la propiedad y la buena reputación sigue en la mente de los norteamericanos. La parodia llega al máximo con un desenlace que hace trizas del poder militar. Llamadas a medianoche, un botón y un proyectil se movilizan a tiempo antes que el escándalo aseche al amanecer. Saldo: 4000 muertos, muchos de ellos reincidentes.


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