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“Los mismos que la filmaron, murieron devorados por salvajes caníbales”, eso decía, más o menos, el comercial de televisión. Tenía seis años cuando llegó “Cannibal Holocaust” (1980) a Lima. La controversia mundial la antecedía, naturalmente el estreno debía publicitarse. Filme insólito y no apto para menores: sus autores fueron digeridos por el mundo caníbal que intentaron penetrar. Obviamente, mis padres no me llevaron a verla. Me bastaba con ver (¿u oír?) el comercial para que me costara dormir de tanto imaginar ser comido por un caníbal mientras lo estoy filmando. Desde entonces traté de evitarla, incluso después de saber que todo era fingido. Pero ya la vi. Me resultó tan contradictoria, audaz y perversa que no podía seguir ausente en un blog de esta naturaleza.
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Hombres detrás del sol
Es admirable la persistencia de un cineasta en el descredito. Al concluir la premiere de “Men behind the sun” (hēi tài yáng 731), 1988, el público permaneció en silencio durante varios minutos, devastado en las butacas. Mou Tun-fei, el director, diría después que en China su película llegó a recaudar dieciséis paros cardiacos durante su cortísima temporada. “Men behind the sun” no tuvo publicidad alguna, ni siquiera afiche, el público no había sido advertido. Se apagan las luces y te apuñalan en los ojos. Un film sobre el genocido debe cobrar víctimas: matar la cómoda ignorancia y el esfuerzo por olvidar. “Men behind the sun” versa sobre los experimentos “científicos” que ejecutó Japón contra ciudadanos chinos.
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En compañia de lobos
El hombre es el lobo del hombre y es de personas civilizadas temer al hombre-lobo. Desde tiempos remotos los pueblos han cultivado la preocupante creencia de un ser humano capaz de mutar en bestia para asesinar al prójimo. Para la Europa cristiana y su visión de sí misma como el rebaño de Dios, naturalmente tenía que ser el lobo la mascota de Satán. En otras regiones del mundo: tigres, osos, hienas, se encargarían de la tarea. Infinidad de pruebas existen de que las supersticiones son cosa seria, pueden dirigir la vida cotidiana y hasta producir decretos supremos. En Argentina, desde 1973, el Presidente debe, por ley, apadrinar a los séptimos hijos para aplacar la marginalización que estos sufrían por ser considerados portadores de la maldición del “lobizón”. Las séptimas hijas reclamaron de inmediato también beneficiarse del padrinazgo presidencial, ellas también podían convertirse en mujeres-lobo. No sabemos si después los lobizones pasan a ocupar puestos al servicio del gobierno.
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La materia del odio
Los pensamientos son materia. Y los cuerpos energía pensante. Uno puede zambullirse en la depresión hasta que un día ya no es solamente ese desaliento con su peso inmaterial, de repente te lo encuentras bien dibujado en tus radiografías, biopsias o electrocardiogramas. Aquel pensamiento terminó de horadar tu cráneo, ahora prospera por su cuenta a expensas de tu cuerpo. El amor puede corromperse tanto que puedes despertar junto a un organismo con tentáculos a quien dejarás succionar toda tu lucidez. Y esto es lo que ocurre en “Possession” (1981) de Andrzej Zulawski. El odio vuelto materia voraz.
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Viva la muerte
Las camisas azules ya desfilaban por las ciudades derrotadas. La guerra en España acababa de terminar y los vencedores se relamían por liquidar a sus últimos enemigos. “¡Viva la muerte!”, gritaban necrofílicos los altoparlantes en los pueblos. Tú, comunista, enemigo de Dios, que te escondes en un sótano, protegido temerosamente por tus familiares, te vamos a encontrar y te vamos a meter una bala por el culo. “Así tengamos que matar a la mitad de la población”. Un niño, llamado Fernando Arrabal, perdió a su padre. Fue llevado a prisión en espera del plomo. Por ahí dicen que logró fugarse, pero nadie lo volvió a ver. Mucho tiempo después, cuanto Francisco Franco y su régimen ya desfallecían de senectud, Arrabal realizó un film de vena surrealista inspirado en su infancia de pesadilla que nadie podría ver en la España dormida. “Viva la muerte” (1970).
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El mirón
“Peeping Tom” (1960) era una película aborrecible. La prensa gritó indignada: los responsables debían ser castigados, los negativos incinerados y su director apartado de su oficio. Un crítico dispuso que fuera lanzada a una cloaca, pero aún así, advirtió, seguiríamos percibiendo su hedor. Y así fue. Su “pestilencia” en lugar de disiparse es más intensa que nunca. Pero eso vino mucho después. En el mismo año en que se estrenó la clásica “Psicosis” (1960), el director Michael Powell lanzó su propia cinta sobre un psicópata. El problema fue que aquel lunático era aficionado al cine y cómplices de sus asesinatos eran todos aquellos que observaban, confortablemente hasta entonces, en la sala oscura.
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El triunfo del titiritero
Me pregunto cómo fue posible que no me enamorara de la niña Jennifer Connelly. Ella tenía 14 años y su rostro ya era la perdición para la cámara. ¿Será porque la conocí a través de un televisor pequeño y a blanco y negro? No creo. La razón es que a los ocho años ninguna niña puede ser más fascinante que aquella galería de duendes jaraneros y esas escenografías de pesadilla del film favorito de mi infancia, “Laberinto” (1986).
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La fascinación del sadismo
¿Cómo lidiar con el pasado que más ha asqueado a la gente consigo misma? Tal vez encontrándole un gusto retorcido a ese asco. Si hay películas que nos han golpeado la retina con severas representaciones del Holocausto, hubo otras que lo utilizaron como vago pretexto histórico para fantasear sádicamente. Olvídate de los desdichados con la piel pegada a las costillas y de la alienación de miles que abrazaron el nazismo. Olvídate de las razones y el después. “Ilsa, She wolf of the SS” (1974) te presenta a una comandante nazi, aunque cruel como ninguna, pero rubia, pechugona y ninfómana. La desnudez de los prisioneros no es de lamentar. Muchachas esbeltas con copiosas matas de vello púbico y buena disposición para resistir experimentos macabros. Con ustedes, el Naziexplotation. La misma misoginia, y más sangre, pero además esvásticas, cuero negro y retratos de Hitler.
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Metal y melancolía
Ese fue el momento que más me conmovió del documental “Metal y melancolía” (1993). Heddy Honingmann, su directora, con cámara de la televisión holandesa, va de taxi en taxi por la ciudad de Lima, captando historias de agonizantes de la clase media. En uno de los viajes, Honingmann se entera que tiene como chofer a Jorge Rodríguez Paz, un actor cuya cara se recuerda de roles secundarios como señorón achorado y autoritario. Ella, al principio, no le cree. Paz hasta se pone unos anteojos y, frente al volante, interpreta su personaje de “La ciudad y los perros” (1985), el apenado padre del Esclavo. Sí, es él. Salió en películas y televisión, pero aquí está, jodido como todos, una cara conocida haciendo taxi. Antes en la conversación, Paz le había preguntado a su pasajera si estaba interesaba en comprar unos lapiceros (“mire no son Parker, pero escriben igualito”) o unos alfajores que “son la muerte”. “Casi da vergüenza ofrecerlos”, se disculpa con vergüenza.
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No mires atrás
Ningún conflicto bélico ha sido tan fascinante para el cine como la Segunda Guerra Mundial. Será porque el cine mismo tuvo que combatir en ella como arma de propaganda o como reportero. En las más atroces batallas, al costado de las ametralladoras solían instalarse las cámaras. Mientras se apilaban cadáveres en los campos, hubo alguien que no pudo resistir el poder de la escena y la registró en celuloide para nuestro dolor futuro. Es la guerra mejor documentada. Hilter seguirá por siempre descendiendo del cielo en “El triunfo de la voluntad” (1935) y los prisioneros judíos seguirán elevándose al cielo como humo desde los hornos de cremación.
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Un modesto apocalipsis

Postales de época

El fantasma de la máquina

Los renacidos

“Seconds” fue el primer fracaso comercial de John Frankenheimer. Este director, formado en la televisión, ni bien entró al cine acertó con una seguidilla de grandes éxitos de taquilla y de crítica (“Birdman of Alcatraz”, 1961; “The Manchurian Candidate”, 1962; “Seven Days in May”, 1964; “The Train”, 1964). Por sus películas se lucían los mejores actores del momento y después el Oscar siempre acudía a mimarlos. Pero “Seconds”, fuera del reconocimiento de la Academia por la fotografía, sólo obtuvo en ambas orillas del Atlántico antipatía por su elaborado pesimismo. Ni Rock Hudson, un arquetípico galán de los 50`s: altísimo, mandíbulas rotundas y entradas pronunciadas, dando vida a un personaje cuyo rostro representaba una proeza de la cirugía plástica, pudo impedir que este film sufriera de esa indiferencia inicial. Aunque tiempo después fue rescatada y conocida como una película de culto poco conocida, fue recién con el DVD que “Seconds” renace definitivamente. Es decir, ahora nomás.

En “Seconds” todo ocurre veloz y confusamente ante la mirada perpleja de su protagonista y los espectadores, en el mismo grado de incertidumbre. Arthur Hamilton es un hombre maduro, adinerado, distanciado de su esposa y cansado de la vida. Un día recibe la llamada de un amigo de juventud que creía muerto. El sujeto le insiste que acuda a una dirección. Las llamadas persisten, Hamilton se refugia en su hermetismo pero un día se siente impulsado a acudir. Llega a las oficinas de una compañía clandestina. El motivo que lo trajo a ese lugar todavía le es confuso hasta que un anciano, el jefe de la Compañía, le explica qué ha venido a buscar. Los lazos afectivos que lo unen con la vida son tan tenues que nadie lamentaría mucho si Hamilton muriera, ni siquiera él mismo. Antes que su vida se hunda completamente en la deshumanización, la Compañía le ofrece un cadáver que le dará defunción oficial y una segunda oportunidad de ser feliz bajo otra cara, otra edad y otras ocupaciones. Hamilton es sometido a cirugías que cambiarán radicalmente todo lo que recuerde a su anterior identidad. “Incluso operaremos sus tendones para que tenga otra caligrafía”. Arthur Hamilton es reinsertado como Antiochus Wilson, un pintor exitoso que residirá en Malibu, California. Sus obras de arte y estatus social ya han sido previamente resueltos por la Compañía: “Usted ya ha sido aceptado”. Ahora sólo debe ocuparse de pasar por su nueva vida lo mejor que pueda, como quien toma unas vacaciones permanentes de sí mismo.

En otro momento del film, Hamilton/Wilson descubre que su nueva vida, a la que no puede adaptarse aún, persigue el mismo sinsentido de la que abandonó. Como haría cualquier cliente haciendo uso de sus derechos, acude a la Compañía en demanda de una “tercera oportunidad”. El anciano le dice decepcionado: “Confiaba que conseguiría convertir su sueño realidad”. “Creo que nunca tuve ningún sueño", responde el cliente. "Si tuve alguno de seguro no fue el de ser Antiochus Wilson”. Entonces es llevado nuevamente a la sala de operaciones…












Ellos viven, nosotros dormimos

A pesar de haber demostrado ampliamente su efectividad, con sus clásicos “Halloween” (1978) o “The Thing” (1982), John Carpenter volvía a ser un esforzado artífice del bajo presupuesto. Sus recientes proyectos de horror y fantasía, aunque de gran calidad, no siempre habían colmado las expectativas de quienes habían invertido en hacerlas realidad. A finales de los 80´s, en el declive comercial de su cine, Carpenter se ve obligado a tocar muchas puertas y aceptar las condiciones del timorato capital. Su nuevo proyecto brotaba de la vieja literatura de Ciencia Ficción, fascinación de su infancia y de sus películas. Un cuento ("Eight O'Clock in the Morning", 1963, de Ray Nelson), la adaptación al comic del mismo, más las agrias reflexiones del director respecto a la sociedad norteamericana, fueron la materia prima de “They Live”.

Para el papel Carpenter tenía en mente a Roddy Piper, un famoso luchador que por ese entonces anunciaba su retiro del ring para probar suerte como actor. De adolescente, Piper había entrado a la lucha libre para no seguir durmiendo en la calle. Su agresividad le rindió primero para salir del hambre y, tiempo después, para hacerse un lugar en la lucha profesional. En este mundo, donde la fanfarronería, las rencillas teatrales y el exceso de testosterona eran ingredientes esenciales, Piper estuvo entre los villanos más viles. Para encolerizar a sus rivales, Piper no escatimaba insultos racistas, bromas crueles y golpes a traición. Su provocador desempeño frente al micrófono le brindó mucha popularidad. Algunos golpes bajos verbales, algún cacareo previo, eran el mejor lubricante para las llaves de lucha más perversas. A mediados de los 80´s, Roddy tuvo su primera experiencia con las cámaras como anfitrión de un programa de TV, Piper´s pit, donde intercambiaba insultos con sus invitados para luego resolver diferencias en el ring. Pero tiempo después ya cansado de aquella vida y con algunas lesiones a cuestas, Roddy Piper anunció su retiro en WrestleMania III (1987). Entre el público estaba John Carpenter que, luego del triunfo, fue a buscarlo para ofrecerle el que sería su mejor match como actor.


“They live” es un film brillante. Carpenter lamentó el fracaso comercial del film, afirmando, quizá con despecho, que “el público que va en masa al cine no le gusta ser iluminado”. Sin embargo, años después “They live” obtuvo el estatus de film de culto. No es para menos. Estamos frente una película narrada con gran destreza y cuyas reflexiones sobre la percepción y su manipulación para perpetuar el sistema, resultan hoy terriblemente actuales. En esa recreación de “realidades virtuales”, “They live” recibe influencia de un fenómeno de los 80´s: la aparición de los videojuegos. Sin embargo, en este caso la percepción lograda a través de un artilugio tecnológico (una consola, un monitor, unas gafas) nos acercan a una verdad, inalcanzable para el ojo desnudo. Y, como en los videojuegos, una vez dentro de esta realidad paralela las valoraciones morales quedan abolidas. Por eso vemos a Nada descargar sin culpa su arma contra los alienígenas con los que antes compartía la acera. Algunas secuencias de acción parecen el sueño de un joven que descarga su furia contra el mundo decapitando monstruos digitales.













Un muerto que no para de nacer

Toda gran película es obra de valientes. “La sal de la tierra” fue un film cuya independencia cruzó la línea de lo clandestino. Ningún otro proyecto saltaría tantas vallas. Fue perseguida ferozmente incluso antes de que se comenzara a rodar. Un relato con este aliento ideológico no podía seguir imprimiéndose en celuloide y en territorio americano.

Si mucho antes el maestro soviético Eisenstein había celebrado al sindicato proletario en “Stachka” (1924), ahora los rojos americanos contarían la huelga de la Union of Mine, Mill, and Smelter Workers en Nuevo México. Para la preparación del guión llamaron a Michael Wilson, un escritor de primer nivel, exiliado de Hollywood, que ya por entonces tenía que conformarse con no aparecer en los créditos de “A Place in the Sun” (1951), “Friendly Persuasion” (1956), “The Bridge on the River Kwai” (1957) o “Lawrence of Arabia” (1962). Wilson aceptó y viajó al lugar de los hechos, asistió a reuniones de la Unión, habló con los trabajadores y sus esposas. Se enteró que entre lo sufrido durante la huelga de ocho meses estuvo el arresto de 45 mujeres con sus niños, disparos a la multitud, el acoso constante de matones y la imposición de leyes matonescas. Wilson armó un guión que fue sometido a la consulta de la Unión. Mientras tanto, Jarrico ensamblaba un equipo técnico para emprender la batalla de este rodaje. Entre quienes lo siguieron estaban más artistas vetados y novatos deseosos de aventura. Para formar el elenco viajaron al pueblo de Silver City, New Mexico. Las comunidades de origen mexicano que contactaron no podían creer que fueran lo suficientemente interesantes como para que vengan a hacerles un casting. Todos los roles secundarios, más de cien, salieron de allí: mineros y sus esposas representándose a sí mismos. Para personificar a la pareja protagonista, un líder de la Union y su combativa esposa, Biberman tenía planeado dar el papel a su mujer, actriz blackliste, y enrolar a algún actor cuyo rostro no se dejaba ver en la industria. Pero comprendieron que no sería creíble tener a dos anglos urbanos en representación de una familia minera, más cerca de México que de la nación a la que supuestamente pertenecía. Entonces dieron con Rosaura Revueltas, una actriz mexicana que desde el apellido parecía dispuesta para la subversión. Pero el protagónico masculino aún no tenía actor y no lo tuvo hasta el último momento. Probaron muchas opciones, y por impaciencia finalmente eligieron a Juan Chacón, presidente de la Unión sin experiencia actoral y poco parecido a lo que Biberman imaginaba debía ser un mexicano machista y rudo. Sin embargo, el bajo y tímido Chacón calzó perfectamente en los zapatos del personaje.

Realizar una insensatez como “Salt of the Earth” sería tan espinoso como el hecho que pretende retratar. Poco tiempo después de comenzar, Biberman reunió a los mineros y a sus esposas en un teatro de Silver City para mostrarles el primer material rodado. Inmediatamente la prensa local informó que en el pueblo se cocinaba un film comandado desde Moscú. Desde entonces no la perdieron de vista, se dijo que alentaba los odios raciales, que pintaba a Estados Unidos como el enemigo de toda la gente de color, que blasfemaba contra el capitalismo, que la cercanía de su rodaje al centro de investigación atómica de Los Alamos demostraba que era una película-espía al servicio de Rusia. Desde entonces, el poder pondría en la gestación de “Salt of the Earth” tantos obstáculos como pudo. La extrema derecha llamó a un boicot nacional contra el film. Inmediatamente los laboratorios Pathé se negaron a seguir revelando las indeseables latas que Biberman les traía diariamente. Así que en adelante el equipo tenía que avanzar “a ciegas”. El rodaje prosiguió a pesar de la presencia amenazante de matones con rifles, que a veces disparaban al set, y el fastidio de un aeroplano que volaba sobre sus cabezas cada cierto tiempo. De repente la oficina de Inmigraciones se mostró muy preocupada por el pasaporte de Rosaura Revueltas, le retiraron la visa y la enviaron de vuelta a México. Biberman aún necesitaba de ella varios primeros planos y su narración en off. Un equipo viajó para hacer el trabajo en estudios clandestinos y el material fue enviado a cruzar la frontera como contrabando. Mientras tanto en Silver City, la intimidación se agudizaba. Les enviaron emisarios con el ultimátum: “si no se van mañana al amanecer, lo harán en cajas negras”. Tuvo que intervenir la policía para impedir que este rodaje devenga en linchamiento. Milagrosamente el equipo culminó las escenas.



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