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El hombre de barro


En una escena de “Bastardos sin gloria” (2009) de Quentin Tarantino, Adolf Hitler enfurece cuando le informan que varios de sus soldados fueron masacrados con un bate de beisbol por alguien apodado “el oso judío”. Y lo que es peor: entre la tropa, el miedo ha producido el rumor de que este asesino de nazis sería un Golem. La referencia a este ser mítico no es antojadiza. El pueblo alemán conocía bien la historia del Golem, incluso había protagonizado tres películas mudas. Hoy sólo la última sobrevive: “Der Golem: Wie er in die Welt Kam” (“El Golem o cómo vino al mundo”, 1919). Su director y protagonista, Paul Wegener, la dio a luz en tiempos en que el antisemitismo todavía no era oficial y se podía fantasear con mitología judía.

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“Se lo advertí, estúpidos”

“Se lo advertí, estúpidos” (“I told you so. You dammed fools”) era el epitafio que había pensado para sí H.G. Wells, un escritor que narraba el futuro. Este padre de la Ciencia Ficción ya lo había imaginado todo: extraterrestres catastróficos, paseos en el Tiempo, colonialismo lunar, mártires de la Ciencia y pesadillas en las que la civilización humana se quiebra por el vicio de la guerra. Masas de lectores seguían sus historias y esperaban ansiosos que en la próxima entrega la sensatez y la Ciencia salven al hombre de otro colosal aprieto del mañana. Naturalmente, el cine del futuro se ocuparía de representar a su antojo los sueños del viejo Wells, pero el escritor pudo en una oportunidad involucrarse profundamente en la realización de una película: “Things to Come” (La vida futura, 1936). Adaptando su propia novela, Wells contó las noticias de años que por entonces parecían muy distantes y que ahora están por llegar.

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Identikit de un fantasma

Esta vez no he visto la película que voy comentar. Sería exagerado afirmar que nadie la ha visto, aunque quizá ya nadie la recuerda. Sin embargo, “London after midnight” (1927) es la película “perdida” más conocida. De todo el material de la era silente que expiró, víctima de la propensión inflamable de su propio soporte, no hay otra obra extraviada con tantos dolientes. Ellos niegan su desaparición definitiva, hacen circular rumores de un posible hallazgo, quizá algún oscuro coleccionista desde un remoto país, algún día vendrá con la novedad: “London after midnight” no ha muerto. Un chispazo eléctrico provocó el incendio que en 1967 destruyó la única copia conocida. El infortunio iniciaría también la leyenda: el cine ya tenía su Santo Grial, el non plus ultra de las películas raras. La devoción es tan grande que arqueólogos del cine, empleando migajas de su esplendor perdido, el guión y fotografías del rodaje, reconstruyeron “London after midnight”. Pero el resultado es simplemente una demostración de cuánto se le echa de menos: el identikit de un fantasma.

Hay dos razones por las que es difícil resignarse a olvidar “London after midnight”. Su protagonista es Lon Chaney. Uno de los actores más conocidos de la era silente tenía mil versiones de su rostro. El público lo amaba por no poder reconocerlo vistiendo la piel de algún infeliz, condenado por alguna deformidad física o torcedura del alma. La otra razón es que fue dirigida por Tod Browning, el director que inventó los antihéroes que más atemorizaron la infancia del cine. Con Chaney como estrella, Browning dirigió diez películas. “London after midnight” fue la de mayor éxito en taquilla. Se dice que los críticos la ensalzaron, pero algunos la desdeñaron. Lo cierto es que Browning decidió, una vez impuesta la era del sonido y ya difunto Lon Chaney, hacer un remake de esta cinta que se llamó “Mark of the Vampire”(1935). Muchos estuvieron de acuerdo en cuanto a la mediocridad de esta respecto al original. Sin embargo, si “London after midnight” fue realmente una obra maestra es ahora un asunto secundario luego de lo ocurrido en 1967 en la bóveda Nº 7 de la Metro-Goldwyn-Mayer.

Mucho antes de ser consumida por el fuego, “London” ya se perfilaba como película de culto. Fue realizaba en los estertores del cine silente. Tres meses antes de su estreno se dio a conocer “The Jazz Singer” (1927), la primera película con diálogos sincronizados. Así que muy pronto el sonoro se volvió la norma y miles de cintas mudas envejecieron de repente. Los estudios almacenaron sus películas y era preferible que el público las olvidara pues muchas fueron relanzadas en versiones sonoras. “London after midnight”(1927), en particular, ya era vieja poco después de nacer y rápidamente fue retirada de circulación.

La leyenda de “London” creció junto a la figura de Lon Chaney, fallecido casi a la par con la era silente. Para las primeras generaciones de cinéfilos, Chaney dio pavorosa corporalidad a las mentiras más increíbles del cine. En las décadas siguientes, las revistas orientadas al cine de fantasía y horror dieron a conocer la transformación de Lon Chaney en “London” gracias a las fotografías del rodaje que todavía perduran. Esta vez su interpretación tiene dos radicales variantes: el inspector de Scotland Yard, Edward C. Burke, y un vampiro sin nombre que ostentaba un sombrero de copa, ojos aterradores, faz fúnebre y dientes puntiagudos.¡Irresistible!.

A pesar del vampirismo, la trama de “London” pertenece más bien al policial que al horror. Un aristócrata, llamado Roger Balfour, es encontrado muerto y rotulado con una nota de suicidio. El Inspector Burke aparece en la mansión, interroga al mayordomo, Sir James, y al sobrino Arthur, pero como al parecer no hubo asesinato el caso se cierra. Cinco años después, los nuevos inquilinos se dan con la sorpresa que la mansión está ocupada por dos personajes misteriosos, una mujer fantasmal y un hombre de capa y colmillos. El mayordomo, que se ha mudado a la casa del costado, sospecha que se trata de vampiros y que podrían estar relacionados con la muerte de Balfour. El inspector regresa y, acompañado por Sir James, descubre que el ataúd de Balfour está vacío. Espían por una ventana de la casa y observan a Balfour sentado en su sala. Más adelante (les cuento el final porque no la verán), Burke le da una pistola a Sir James y lo insta a preguntar por su antiguo patrón en la mansión ocupada. Pero en la entrada de la casa lo espera aquel vampiro que lo hipnotiza y le ordena actuar como el día del suicidio hace cinco años atrás. Una vez frente al supuesto Balfour, Sir James repite una conversación en la que manifiesta su deseo de casarse con la hija de Balfour. Balfour se habría negado y por ello, pistola en mano, el mayordomo le obligó a firmar su nota de suicidio antes de dispararle. Todo ha sido montado por Burke en su intento de demostrar que un criminal hipnotizado puede reproducir su crimen. El Balfour resucitado es un hombre disfrazado y el vampiro tan temido es el inspector Burke. Se dice que “London after midnight” es la única película de Lon Chaney donde la transformación es un disfraz que será finalmente removido frente al espectador. Momento del que no queda registro.

No hay reverencia más grande que la que se rinde a una “obra maestra” extraviada. A pesar de lo muy publicitada que fue “London after midnight” entre los coleccionistas, no hay noticias confirmadas de la existencia de otra copia. Entusiastas esperanzados han especulado que algún coleccionista la atesora y está en espera que caduque el copyright para sacarla a la luz y ganar millones. Lamentablemente para probar esta posibilidad hay que esperar hasta el 2022. Más alentador es el reporte reciente de alguien vinculado a Hollywood que afirma haberla encontrado en 1988 en un archivo bajo el nombre de “The Hypnotist”, como se le llamó en Inglaterra. Pero el testigo simplemente hizo que la copia encontrada fuera clasificada como “London after midnight” para facilitar su posterior hallazgo…y siguió su camino. Su relato no ha sido confirmado ni desmentido.

A manera de homenaje a esta ilustre desconocida que incluso figuró, humorada ya clásica, en programaciones y catálogos de cine clubs y almacenes de videos; se realizó en el 2002 una recreación de “London” a cargo del renombrado restaurador Rick Schmidlin. La curiosidad es iniciativa del canal Turner Classic Movies (TCM) y fue posible gracias a la subsistencia del guión y fotografías publicitarias. Mediante movimientos de cámara y planos detalles, Schmidlin puede recrear a partir de una sola imagen escenas enteras. Los carteles abundantes, la música y las apariciones congeladas de Chaney hacen el resto. Si bien a veces resulta arduo seguir este argumento, enrevesado por falsas pistas y suspenso, con tan pocos recursos, llegamos a intuir su clima tenebroso y nos sugiere el tamaño de la pérdida...como para seguir teniendo fe en este mito.


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Utopia en el Planeta Rojo

Iakov Protazanov fue uno de los artistas que abandonó Rusia con la caída de los zares. Su pertenencia a la burguesía y a sus modos de hacer cine, no eran las mejores recomendaciones para prosperar en la nueva nación roja. Sin embargo, Protazanov regresó. En Europa hubiera podido cosechar las frutas del reconocimiento personal, pero eligió ser otro cineasta discreto bajo la hoz soviética, lista para segar la mala hierba ideológica. Pero como con los artistas la desconfianza nunca es suficiente, de alguna manera, Protazanov se salió con la suya. En los primeros años del triunfo de la Revolución, Protazanov filmó la primera película sobre un viaje al planeta rojo. “Aelita” (1924) no hubiera podido nacer simplemente como una pionera representación de una civilización marciana. Los soviéticos no habrían financiado escapismo semejante. Protazanov urde en esta cinta silente un engañoso tejido de metáforas. Las interpretaciones ahora discrepan, pero en su momento “Aelita” fue vista como una crítica al intelectual soñador y, de paso, la exaltación del Comunismo a niveles interplanetarios.

“Aelita” está considerada la primera película de Ciencia Ficción sovietica y, en general, es una de las antecesoras más remotas que tiene este género. Se invirtió en ella no pocos rublos en vestuarios y decorados, inspirados en lo último del diseño vanguardista, y argumentalmente se tomó el lujo de usar del cliché de “era un sueño” cuando aún estaba muy lejos de ser un cliché. Fue un gran éxito de público. Es muy posible que Fritz Lang haya recibido su influencia en el diseño futurista de la occidental “Metropolis” (1927). Pero las autoridades sovieticas nunca le tuvieron mucho aprecio. En la década siguiente, entrevieron en “Aelita” insinuaciones incómodas a la corrupción del poder, y la destinaron a un largo reposo en el Archivo, de donde pudo escapar recién cuando la Guerra Fría terminaba de derretirse.

Un extraño mensaje de radio venido del espacio es transmitido a la Tierra, el ingeniero Los es quien lo capta en Moscú. A medida que la obseción de Los por descifrar el mensaje va en aumento, su matrimonio con Natasha, una abnegada enfermera del Soviet, se va desmoronando. Erlich, un aristócrata oportunista, está cortejando a Natasha con éxito inminente. Mientras tanto, en Marte, tenemos a Aelita, la reina de una sociedad totalitaria cuyo proletariado es guardado en refrigeradores cuando ya no es necesario. Tuskub, padre de Aelita, es el tirano que realmente gobierno. Eludiendo prohibiciones, Aelita observa a través de un telescopio marciano la vida humana en la Tierra. Se impresiona de la costumbre de besar y luego fija su atención en el ingeniero Los, que al mismo tiempo ha comenzado a fantasiar con una reina de Marte que lo observa enamorada.

Mientras tanto, en Moscú, el desalentado Los decide alejarse de su esposa y acepta trabajar en la construcción de una represa por varios meses. Al regresar busca reconciliarse con Natasha, pero al parecer ya es tarde, y le dispara en un ataque de celos. Fugitivo, se disfraza de un colega suyo, Spiridonov, y se dispone a construir un cohete para viajar a Marte, donde podrá reunirse con Aelita. Junto con Gusev, un revolucionario aburrido de su vida de casado, emprende el viaje. Aelita y Los se unen al fin, pero Gusev es hecho prisionero. En prisión, Gusev incita a los trabajadores apresados a levantarse. Aelita se ofrece a liderar la revolución para derrocar a Tuskub. Pese a la oposición de Gusev, que teme que la monarquía suplante a la tiranía, el levantamiento triunfa. Mientras Los, alterado por la culpa, ha empezado a ver en Aelita la imagen de su esposa. Tal como se predijo, Aelita ahora quiere controlar el poder absoluto, pero en un confuso forcejo, Los arroja a Aelita/Natasha por las escaleras. De repente, el ingeniero Los despierta de un sueño en la estación de trenes, poco después de haber disparado contra su mujer. El viaje a Marte era una fantasía de su mente alterada, y aquel mensaje marciano era simplemente un slogan de una publicidad capitalista.

En la interpretación “oficial” de “Aelita” prevaleció la crítica al intelectual de educación burguesa, que en lugar de comprometerse con el rumbo materialista de su pueblo, pierde el tiempo, por ejemplo, soñando con viajar al espacio. El aislamiento y egoismo de Los contrasta con el paisaje general de la película: obreros partiéndose el lomo en levantar construcciones, enfermeras infatigables y masas marchando en conmemoraciones. Mientras tanto el impulsivo Los sólo quiere irse al planeta rojo.

Sin embargo, Protazanov tampoco era un “hombre del régimen” y no pretendía hacer de “Aelita” una película de propaganda elemental. Desde otra lectura, mientras Moscú representa las obligaciones domésticas, el compromiso con el progreso; Marte significa el escape a la fantasía, y en particular, un consuelo para una vida sentimental frustrante. Tanto como Los como Gusev, revolucionarios en Marte, son hombres fracasados en lo conyugal, lo que da cabida a una incómoda sugerencia: ¿La revolución es liderada por hombres insatisfechos en su vida personal? ¿Los bolcheviques son simplemente personas impacientes? Además de esto, hay en “Aelita” cierto escepticismo sobre el destino de la revolución. La intención de la reina Aelita de traicionar al pueblo y volver a un sistema tiránico, parece una anticipación del desencanto de muchos en una Unión Soviética conducida por la mano dura de Stalin.

Al mismo tiempo, “Aelita” contiene un ingrediente personal que parece favorecer las interpretaciones menos propagandísticas. Tanto como Protazanov, como Alexei Tolstoi, pariente del famoso León Tolstoi, autor de la novela en la que se basa libremente la película, son hombres que luego de una larga estadía en Occidente optaron por retornar a su patria bajo el nuevo régimen. Ambos, como el ingeniero Los, fueron artistas atrapados entre el Pasado, el individualismo permitido para el intelectural en el tiempo de los zares, y el Presente, donde todo exceso de fantasía era un vicio a erradicar.

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Relumbrón y amores traicioneros

Cuando el cine descubrió cómo emitir su propio sonido, tenía que irse al lado opuesto de sus silentes antepasados. Prescindir de los carteles en el diálogo no era la única ventaja, ni la mejor. La revolución estaba en la música popular convertida en la nueva gran atracción del cine. Los padres mudos se convirtieron en abuelos de un momento a otro. Sin embargo, hacer cantar al cine no era una hazaña económica. Muchas cinematografías nacionales que habían brotado lejos del primer mundo, estaban lejos de tener el capital para saltar al sonoro. Nuevos mercados quedaban despejados para los grandes estudios norteamericanos. En cada puerto se reclutó a quienes, con el poder de su voz, serían los más capaces en llenar salas en cada vermouth.

Con el sonoro arrancó la primera incursión agresiva del cine norteamericano a nivel mundial. Las majors comenzaban su hegemonía. La potencial clientela incluía ahora espectadores cuyas lenguas todavía no eran pronunciadas por el celuloide. Para estos públicos, la opción inmediata fue producir versiones en distintos idiomas de una misma película, intercambiando actores. La otra alernativa fue producir películas “originales” con elencos, técnicos, escritores y sonoridad propia del público que se pretende capturar. La rentabilidad máxima era el fin supremo y para ello había que contratar a quien pudiera garantizarla. Para encabezar el star -system hispano de los años treinta, elección inevitable fue Carlos Gardel, ídolo radial en ambas orillas del Río de La Plata, ya registrado con gran éxito en varios cortometrajes. Bajo los reflectores de los estudios de Joinville, cerca de París, Carlos Gardel estelarizó su primer largometraje: “Las luces de Buenos Aires” (1931). Producido por la Paramount, era una película tan “a la medida” que no podía fallar. Gardel en el cine era demasiado cautivante como para verlo solamente una vez. Las plateas exigían que el proyeccionista rebobinara los carretes y las mejores escenas de canto se repitieran.

Además del plato fuerte, la presencia de Gardel, que sin embargo no era el protagonista absoluto, este espectáculo “dedicado” al público rioplatense se completó con gruesas pinceladas de color local y melodrama: gauchos impulsivos, danzas folkloricas, números de varieté, una dama camino a la degradación, fiestas libertinas, bares de aguardiente, congojas entonadas y comicidad ligera. Todo en un relato básico que se inspira en la clásica contradicción entre la gran ciudad y el “interior”. Aunque pintoresco y feudal, el campo siempre vencerá en moral y dignidad a la ciudad, a donde van a perderse los amores y las mujeres virtuosas.

“Las luces de Buenos Aires” inicia cuando un empresario del teatro de variedades aparece en la estancia de Don Anselmo (Gardel), justo cuando los peones están teniendo una fiesta. Allí el empresario queda impresionado por el canto de Elvira, la novia del patrón. Junto con su hermana, que dice ser bailarina, Elvira acepta viajar a Buenos Aires con la promesa de que será convertida en estrella. Mientras tanto el meláncolico Don Anselmo decide quedarse en compañía de sus rústicos sirvientes gauchos. En la gran ciudad, Elvira triunfa en el teatro de inmediato y la noticia llega hasta Don Anselmo que no ve mejor ocasión para entonar una milonga sobre las promesas de amor incumplidas (El rosal). Entonces el patrón decide enrumbar a Buenos Aires para comprobar si su rosal no está seco del todo. Grande es su decepción cuando Elvira, entretenida con sus amigos artistas, desaira a su antiguo amor. Más tarde, Don Anselmo irrumpe en una fiesta donde Elvira, ebria y en paños menores, se entrega a la vida disipada. Corren puñetazos y balazos al aire, un joven artista simpatiza con Don Anselmo y trata de calmarlo: “No es su culpa, es Buenos Aires”. Expiando sus penas en una cantina, Don Anselmo entona “Tomo y Obligo”, el momento más célebre de esta película. Pero como de las mujeres mejor no hay que hablar y un hombre macho no debe llorar, pronto se trasladan a Buenos Aires dos peones de Don Anselmo para encargarse del trabajo sucio. Los gauchos atienden al teatro donde Elvira hace su presentación y desde el palco enlazan a la descarriada como una res. Uno de ellos espanta a los envalentonados con su boleadora mientras huyen. Mientras el bucólico Don Anselmo canta su dolor de vuelta en la remota estancia, los peones le devuelven lo que era suyo: “Aquí venimos a traerle este bulto que se le olvidó allá en Buenos Aires”.


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Alonzo, the Armless

Entre las sobrevivientes de una edad en la que el celuloide solía incendiarse, el cine silente; “The Unknown” (1927) es el cuento más apasionadamente sórdido. Fue el encuentro de dos entusiastas de la deformación: Tod Browning, el cineasta de lo disparejo, y Lon Chaney, el actor que gustaba sufrir las pieles de los desiguales. La colaboración mutua ya contaba varias películas previas, pero sería este film, titulado originalmente “Alonzo, the Armless” (Alonzo, el manco), el clímax sarcástico de lo macabro. Las medias tintas del morbo comenzaban a espesarse.

La sórdida historia de “The Unknown”, o “Garras humanas” como se le conoce en español, sucede en un lugar extranjero y en un ambiente propicio para lo escandaloso, “esta es una historia que cuentan en el viejo Madrid”, inicia el primer cartel. Un circo de gitanos presenta el número de Alonzo (Lon Chaney), un hombre sin brazos que dispara dardos con los pies alrededor de Nanon, la hija del patrón. Alonzo está enamorado de la joven (muy lozana Joan Crawford) y Nanon parece destinada a estar con él, pues sufre un ¿trauma sexual? por el cual rechaza el abrazo de un hombre. Pero Alonzo no es en realidad manco, más bien es un pillo que se oculta de la policía fajándose todas las mañanas y trabajando en el circo. Durante las noches se libera y sale a cometer fechorías. En una ocasión, el dueño del circo lo sorprende con brazos y Alonzo no tiene más opción que ahorcarlo. Nuevamente fugitivo, perturbado por su pasión por Nanon y queriendo ganar ventaja frente a Malabar, el fortachón, que también la pretende, aunque ella no pueda tolerar sus acercamientos; Alonzo decide cortarse los brazos.

Me seducía la tentación de revelar el final, pero admitiendo que mayor placer es no saber antes de ver, decido que al menos mi pluma no arruinará la sorpresa. Puedo decir, para dar una idea, que la expresión de Alonzo al reencontrarse con Nanon es quizá la más cataclísmica de todo el cine mudo. Al verla comprendemos mejor por qué algunos cineastas de la época sintieron que su oficio moriría con la llegada del sonoro. Parte de la gloria de aquel cine está reflejada en la figura de Lon Chaney, llamado el “hombre de las mil caras”. Fue la estrella del plantel en muchas películas sin tener que decir una palabra. Criado por sus padres sordomudos, desde niño la vida de Lon Chaney fue una película muda, obligado a enfatizar sus expresiones para poder comunicarse. Con una madre enferma y varios hermanos, el joven Lon consigue el sustento con la pantomima. Naturalmente se dedica después al teatro de variedades donde sobrevive mal que bien. Pero sería con la novedad del cine donde obtendría aplausos interminables. Su extensa filmografía se destacaría por sus radicales transformaciones, generalmente representando villanos maltrechos y deformes desdichados. Varios papeles le demandarían padecimientos como soportar un gran peso sobre la espalda (“The Hunchback of Notre Dame") o llevar un doloroso arnés para simular piernas amputadas (“The Penalty”). En “The Unknown”, para el canon su película más importante junto con “El Fantasma de la Opera” (1925), el propio acto de transformación sería exhibido como rasgo clave del personaje.

Posiblemente, Lon Chaney hubiese continuado con éxito su carrera después del difícil trance hacia el sonoro. Su única película hablada, “The Unholy Three” (1930), demostraría que su don para lo camaleónico también incluía sonidos. En este film, Chaney interpreta a un ventriloguo y a sus cinco voces. Pero lamentablemente, dos meses después del estreno, murió el hombre que enseñó al público a amar al actor capaz de crucificarse por dar credibilidad a la mentira del cine. Quien sabe si aquella fascinación de Hollywood por los roles de esfuerzo físico no provenga de los films de Chaney. Quizá en eso estaban pensando quienes premiaron a Robert de Niro por convertirse en tiempo record de boxeador a gordinflón para “Toro Salvaje”.

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El cachorro del gran gorila


Después de presenciar al gran gorila caer muerto desde lo más alto del Empire State, el público de "King Kong" (1933) salía del cine con una extraña sensación. La muerte del monstruo, la tranquilidad repuesta, también podía darte pena. Por si fuera poco, la película mostraba lo indecible: animales prehistóricos que además luchaban entre sí. Las masas reverenciaron al gigante Kong. El Hollywood de los treinta, ya experimentado en las posibilidades comerciales del cine, no perdía un segundo ni un dólar. Ocho meses después, con la mitad del presupuesto original, la RKO lanzó la secuela "The Son of Kong" (1933) y toneladas de pop corn saltaron de las ollas.

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