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Metal y melancolía

Ese fue el momento que más me conmovió del documental “Metal y melancolía” (1993). Heddy Honingmann, su directora, con cámara de la televisión holandesa, va de taxi en taxi por la ciudad de Lima, captando historias de agonizantes de la clase media. En uno de los viajes, Honingmann se entera que tiene como chofer a Jorge Rodríguez Paz, un actor cuya cara se recuerda de roles secundarios como señorón achorado y autoritario. Ella, al principio, no le cree. Paz hasta se pone unos anteojos y, frente al volante, interpreta su personaje de “La ciudad y los perros” (1985), el apenado padre del Esclavo. Sí, es él. Salió en películas y televisión, pero aquí está, jodido como todos, una cara conocida haciendo taxi. Antes en la conversación, Paz le había preguntado a su pasajera si estaba interesaba en comprar unos lapiceros (“mire no son Parker, pero escriben igualito”) o unos alfajores que “son la muerte”. “Casi da vergüenza ofrecerlos”, se disculpa con vergüenza.

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La impura y la higiénica

El cine de Isabel Sarli y Armando Bó


Dicen que allá donde se intenta obstruir los placeres sensoriales, se goza mucho más con ellos. Nada es exquisito si antes no intentaron ocultártelo. Pero descuidado quien debía asegurarse que así fuera. En Argentina, una mañana un ventarrón hizo volar el brassier de la Censura y unas tetas generosas nadaron por una pantalla de cine. No se trataba de un enlatado procedente de algún país nórdico, era una hermosa mujer desnuda y nacional. Entonces el pueblo no permitió que se vuelva a vestir. Entrada bien la noche, reapareció muchas veces como “la tentación desnuda” o “desnuda en la arena”, siempre desnuda. En los boliches indecorosos, entre nubes de cigarrillo, se esperaba el próximo baño de la higiénica.

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Agarrando pueblo

En un país acostumbrado a las malas noticias, Colombia, la “pornomiseria” era el género que mejor cotizaba. Desde luego jamás pidió ser clasificado con ese nombre. Por el contrario, eran películas supuestamente desencadenadas por la indignación y destinadas a fruncir la frente condescendiente de Europa. En los 70´s, junto a sus pares de Latinoamérica, el cine colombiano exhibió en las vitrinas de los festivales a sus mendigos enloquecidos, sus niños de la calle o a sus bandoleros de la cocaína. Esta larga explotación, que persiste ahora en la forma de telenovelas sobre capos de la droga o sicarios supersticiosos, se topó un día con la rotunda sacada de lengua de un corto: “Agarrando pueblo” (1977).

Hurgando en la basura el cine colombiano encontró días de prosperidad. Estimuladas por la buena recepción festivalera y con la bendición del intelectual local que las ensalzaba como “denuncia social”, miserias de todo pelaje cruzaron el Atlántico en latas de película. Su producción había sido propiciada por una ley, impuesta en 1971, llamada “del sobreprecio”: el espectador pagaba unos pesos adicionales para financiar al cine colombiano. Al amparo de este beneficio se rodaron infinidad de cortos cuya exhibición era obligatoria en todas las salas. Los cortos presentaba lugares turísticos, escenas de humor costumbrista pero, en especial, se concentraban en “retratar” la miseria cotidiana. Oportunistas con cámara mortificaron a los espectadores con productos ramplones, opacos en lo artístico y muchas veces realizados en complicidad con los exhibidores. En esta espesa maleza cinematográfica destacaron unos pocos por su autenticidad, como "Chircales" (1972), y por su eficiente sensacionalismo, como “Gamín” (1976), aplaudido en Europa. Pero en general para el público sólo significó soportar minutos de ineptitud cinematográfica nacional antes de la película gringa. El cine colombiano, con una cantidad de producción nunca antes vista pero sin controles de calidad, perdió una oportunidad de volverse industria y se desprestigio a sí mismo, corrompido por el oportunismo.

Pero por ese tiempo había también en Cali un grupo de apasionados por el cine. Andrés Caicedo, Luis Ospina y Carlos Mayolo, entre otros, veían a través del cine lo que el mundo, de inicios de los 70´s, tenía para influir sus mentes: el rock, los hippies, el boom de la literatura, el arte pop, la revolución cubana, el teatro del absurdo, el movimiento socialista, entre tantas cosas. En ese tiempo de pasiones, ellos propagaron su cinefilia fundando el Cine Club de Cali y después una revista, Ojo al Cine. Esta etapa terminó con el suicidio de Caicedo, a sus 25 años, quien desde el más allá gozaría de la fama póstuma de los escritores malditos. Mientras tanto Ospina y Mayolo, todavía desde Cali, se iniciaron en la realización de documentales y disgustados por la vocación vampírica del cine de su país, también salieron a la calle para “agarrar pueblo” es decir "engatusar".

El equipo de filmación de “¿El Futuro para Quién?” sale a las calles de Cali con sus latas de película para recolectar imágenes de existencias miserables. Se topan con un mendigo y que agite más el tarro, le piden. Acechan a una niña sentada en la acera, exasperan a una anciana, registran a una loca de la calle. ¿Qué nos falta? ¿A ver qué más de miseria hay? Nos falta un loco. ¿Sabe donde podemos encontrar a un loco?, preguntan a su taxista. Entonces encuentran a un hombre que se quema la lengua, restriega su cara y espalda con vidrio molido y se lanza a través de un aro con cuchillos oxidados. Al día siguiente deben filmar el epílogo: la reflexión del reportero luego de entrevistar a una familia paupérrima. Contratan a personas que traen sus vestuarios de “pobres” y se inmiscuyen en una casucha sin sospechar que el dueño después irrumpirá en medio del encuadre. ¡Con que agarrando pueblo! Intentarán convencerlo de dejarlos filmar ahí. Su casa ha sido elegida entre muchas otras, ¿sabía? Más del 25% de las casas de los colombianos es igual a la suya. Y si hay tantas ¡por qué esta!

El atrevimiento subversivo de “Agarrando pueblo” va lejos. No sólo es una sátira aguda contra la pseudodenuncia que sirve a un mercado internacional donde importa más mantener los esquemas imaginados del Tercer Mundo y no explicar las razones del subdesarrollo. Más interesante es que en su afán de ser insolente y contracinematográfica, al final “Agarrando pueblo” se autodestruye. No hay inocencia posible detrás de una cámara. Los modos y las formas para “captar la verdad” son puros timos. Estos modelos son puestos en evidencia a tal extremo que ni los propios autores del corto se salvan. “Agarrando pueblo” tuvo al principio una recepción ofendida entre colegas pero pronto le llegó el turno de ser premiada en festivales, a su pesar tal vez.

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Relumbrón y amores traicioneros

Cuando el cine descubrió cómo emitir su propio sonido, tenía que irse al lado opuesto de sus silentes antepasados. Prescindir de los carteles en el diálogo no era la única ventaja, ni la mejor. La revolución estaba en la música popular convertida en la nueva gran atracción del cine. Los padres mudos se convirtieron en abuelos de un momento a otro. Sin embargo, hacer cantar al cine no era una hazaña económica. Muchas cinematografías nacionales que habían brotado lejos del primer mundo, estaban lejos de tener el capital para saltar al sonoro. Nuevos mercados quedaban despejados para los grandes estudios norteamericanos. En cada puerto se reclutó a quienes, con el poder de su voz, serían los más capaces en llenar salas en cada vermouth.

Con el sonoro arrancó la primera incursión agresiva del cine norteamericano a nivel mundial. Las majors comenzaban su hegemonía. La potencial clientela incluía ahora espectadores cuyas lenguas todavía no eran pronunciadas por el celuloide. Para estos públicos, la opción inmediata fue producir versiones en distintos idiomas de una misma película, intercambiando actores. La otra alernativa fue producir películas “originales” con elencos, técnicos, escritores y sonoridad propia del público que se pretende capturar. La rentabilidad máxima era el fin supremo y para ello había que contratar a quien pudiera garantizarla. Para encabezar el star -system hispano de los años treinta, elección inevitable fue Carlos Gardel, ídolo radial en ambas orillas del Río de La Plata, ya registrado con gran éxito en varios cortometrajes. Bajo los reflectores de los estudios de Joinville, cerca de París, Carlos Gardel estelarizó su primer largometraje: “Las luces de Buenos Aires” (1931). Producido por la Paramount, era una película tan “a la medida” que no podía fallar. Gardel en el cine era demasiado cautivante como para verlo solamente una vez. Las plateas exigían que el proyeccionista rebobinara los carretes y las mejores escenas de canto se repitieran.

Además del plato fuerte, la presencia de Gardel, que sin embargo no era el protagonista absoluto, este espectáculo “dedicado” al público rioplatense se completó con gruesas pinceladas de color local y melodrama: gauchos impulsivos, danzas folkloricas, números de varieté, una dama camino a la degradación, fiestas libertinas, bares de aguardiente, congojas entonadas y comicidad ligera. Todo en un relato básico que se inspira en la clásica contradicción entre la gran ciudad y el “interior”. Aunque pintoresco y feudal, el campo siempre vencerá en moral y dignidad a la ciudad, a donde van a perderse los amores y las mujeres virtuosas.

“Las luces de Buenos Aires” inicia cuando un empresario del teatro de variedades aparece en la estancia de Don Anselmo (Gardel), justo cuando los peones están teniendo una fiesta. Allí el empresario queda impresionado por el canto de Elvira, la novia del patrón. Junto con su hermana, que dice ser bailarina, Elvira acepta viajar a Buenos Aires con la promesa de que será convertida en estrella. Mientras tanto el meláncolico Don Anselmo decide quedarse en compañía de sus rústicos sirvientes gauchos. En la gran ciudad, Elvira triunfa en el teatro de inmediato y la noticia llega hasta Don Anselmo que no ve mejor ocasión para entonar una milonga sobre las promesas de amor incumplidas (El rosal). Entonces el patrón decide enrumbar a Buenos Aires para comprobar si su rosal no está seco del todo. Grande es su decepción cuando Elvira, entretenida con sus amigos artistas, desaira a su antiguo amor. Más tarde, Don Anselmo irrumpe en una fiesta donde Elvira, ebria y en paños menores, se entrega a la vida disipada. Corren puñetazos y balazos al aire, un joven artista simpatiza con Don Anselmo y trata de calmarlo: “No es su culpa, es Buenos Aires”. Expiando sus penas en una cantina, Don Anselmo entona “Tomo y Obligo”, el momento más célebre de esta película. Pero como de las mujeres mejor no hay que hablar y un hombre macho no debe llorar, pronto se trasladan a Buenos Aires dos peones de Don Anselmo para encargarse del trabajo sucio. Los gauchos atienden al teatro donde Elvira hace su presentación y desde el palco enlazan a la descarriada como una res. Uno de ellos espanta a los envalentonados con su boleadora mientras huyen. Mientras el bucólico Don Anselmo canta su dolor de vuelta en la remota estancia, los peones le devuelven lo que era suyo: “Aquí venimos a traerle este bulto que se le olvidó allá en Buenos Aires”.


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La nación clandestina

Una metáfora cinematográfica puede contener varios libros de antropología. Las naciones clandestinas que pueblan Latinoamérica se funden al calor de los siglos, se contaminan con cautela o se repelen a pedradas. Un hombre aymara retorna a la pureza. Su existencia, mermada por el desprecio de su origen y después por la traición, se inmola en honor de su comunidad. Sebastián, el expulsado, ejecuta el Danzanti, una danza inmemorial que ya casi nadie recuerda. El baile debe concluir con la muerte del ejecutante, exhausto bajo atuendos coloridos y una pesada máscara de diablo.

“La nación clandestina” (1989) es posiblemente la mejor película hecha en Bolivia, un país donde la expresión cinematográfica es mediana y esporádica, como sucede en buena parte de América Latina. La formación de su director, Jorge Sanjines, fue resultado de una época donde un importante sector de las artes tenía inculcado un compromiso político: alentar a las masas hacia la Revolución. Con esta intención, el cine, como la literatura o la pintura, era concebido como el hacha que rompiera el hielo de la pasividad en el espectador. En los setenta, liderando el Grupo Ukamaru, Sanjines realizó sus primeros trabajos ensayando una visión socialista del mundo indígena y sus problemas. La narrativa de su cine favorecía el distanciamiento antes de la seducción del relato, y el protagonismo colectivo por encima de los avatares de un héroe. Naturalmente, los tiranuelos de uniforme tomaron nota y el Grupo Ukamaru sufrió persecución. Sanjines partió al exilio pero continuó realizando películas con comunidades campesinas en el Perú y Ecuador. Tiempo después, cuando la dictadura de turno perdía fuerza, Sanjines retornó a Bolivia con un cine igual de combativo pero con mayor complejidad formal. “La nación clandestina”, su obra definitiva, estaba por venir. La película se realizó gracias al apoyo financiero de instituciones de Europa y Japón, pero su factura es netamente autóctona. Con total libertad en el guión y holgado de tiempo para la producción, Sanjines se concentró en las contradicciones del mundo andino a través de un relato contundente y magníficamente ejecutado.

La acción se centra en un individuo que simboliza una colectividad originaria, pero clandestina ante el Sistema. El tema es el desarraigo de Sebastián, nacido en una comunidad aymara pero entregado desde la infancia a los patrones de la ciudad. Inevitablemente el haber crecido alejado de su comunidad y habiendo sido objeto de racismo, hicieron de Sebastián un renegado de su origen. En La Paz, Sebastián decide cambiar su apellido Mamani por Maisman, por el caché extranjero. Todo esto es evocando en una escena, la primera de la película, en la cual los familiares lamentan el menosprecio de Sebastián, pero reconocen ser ellos los primeros culpables.

Entre los mestizos, la vida de Sebastián transcurre entre el servilismo a los paramilitares, que defienden intereses antipopulares, y la degradación mediante el abuso del alcohol. Es justamente en una cantina donde su hermano Vicente, profesor de escuela todavía unido a su comunidad, lo encuentra para darle la noticia que dará otro giro a su vida. Su padre ha fallecido y ahora es requerido por su madre para cultivar la tierra. Entonces Sebastián decide retornar, se hace campesino y consigue esposa. En poco tiempo se gana la confianza de su gente y, gracias a sus anteriores vínculos con La Paz, lo eligen jefe de la comunidad. Pero el viejo trauma del desarraigo lo hace ahora proclive a la tentación de la corrupción. Se beneficia personalmente de ayuda extranjera y oculta información a su comunidad para impedir que esta se movilice políticamente. Al ser descubierto Sebastián es humillado públicamente y es expulsado de por vida. Nuevamente en La Paz, el remordimiento lo persigue, su regreso a la vida urbana está vacío de sentido. Desesperado encuentra como único medio de expiación la antiquísima tradición del Danzanti, que recuerda haber presenciado de niño, donde el ejecutante baila hasta la extenuación y muere en honor de su comunidad. Con una enorme máscara a cuestas, cual Cristo con su Cruz, Sebastián emprende su retorno final al orígen, atravesando un país nuevamente agitado por golpes de Estado y persecuciones políticas.

“La nación clandestina”, una producción de bajo presupuesto, de actores no profesionales y con más de la mitad de los diálogos hablados en aymara, fue todo un éxito de crítica y público. Al otro lado del charco, en Europa, el jurado del Festival de San Sebastián la premió con la Concha de Oro. Mientras tanto al interior de Bolivia, el propio Sanjines la proyectaba en escuelas y plazas.

Además de su argumento envolvente que logra la identificación de un público comúnmente ajeno al cine, el pueblo aymara, “La nación clandestina” se destaca por ser experimental en lo formal, en el afán de aproximarse al arte del cine desde una visión indígena. La noción andina del tiempo donde los sucesos no acontecen en línea recta, sino como parte de un devenir cíclico; y su memoria colectiva, que no organiza los recuerdos en orden cronológico, encuentran correlato en la estructura del film mediante la alteración de los tiempos. Mientras la mitad del film transcurre, el último viaje de Sebastián hacia su comunidad; la otra parte, las razones y la experiencia del desarraigo, transcurre entremezclada. Cada escena es mostrada mediante lo que Sanjines llamó “el plano secuencia integral”, tomas largas sin cortes que abarcan diferentes acercamientos y ángulos, integrando a los personajes con su medio y evocando la colectividad andina. Si bien estos recursos no son invento nuevo, resultan sorprendentes por su armonía con este relato de contradicciones. “La nación clandestina” juega con varios extremos, el aislamiento y la aculturación, el bien común y el destino individual, pero el más provocador es quizá el paso del ser alienado a conformar parte de una memoria colectiva.

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El sepulturero hereje

“Não assista este filme” advertía la gitana, acariciando un cráneo de cartón. Pero el público, cebado con chanchadas, no compraba una entrada en vano. “¡No vean esta película! Váyanse a casa”. Nadie podía dudar que “À Meia Noite Levarei a sua Alma” (A media noche me llevaré tu alma, 1964) no era otra comedia carnavalesca, sino el primer largometraje de horror brasilero. Un país impregnado de supersticiones, credos ancestrales y fanatismo, no podía seguir riéndose cada vez que iba al cine. Mientras tanto, a Zé Do Caixao, el más blasfemo y descreído personaje salido del cine, con cada exclamación de horror y cada reclamo de la censura le crecían más las uñas.

Para convertirse en cineasta, José Mojica Marins avanzó por un tortuoso camino. Pocas cinematografías, como las latinoamericanas, son mejores en poner a prueba la voluntad y la resistencia de sus cineastas. Mojica Marins no sólo soportó las penurias de decidir hacer un cine personal en Latinoamérica, sino también sufrió extraños infortunios de su personal destino. Siendo niño, su padre, que regentaba un cine de feria, le obsequia una cámara de 8 mm. Realiza infinidad de cortos inspirados en su asombro por la superstición y los ritos de la muerte. Cuenta que fue secuestrado por gitanos y presenció sesiones de magia negra y el retorno de un muerto a la vida, en un remoto lugar donde nadie conocía la catalepsia. Mas tarde, sorprendería al cura de su Iglesia con un corto en 16 mm con su peculiar visión del Juicio Final, al punto que aquel propondría su exorcismo. Sus primeros intentos de hacer un largometraje fueron literalmente funestos. Las tres actrices elegidas sucesivamente para protagonizar su película “Sentença de Deus” tuvieron un tropiezo fatal. La primera murió ahogada, la siguiente de tuberculosis y la última perdió ambas piernas en un accidente. El rodaje de su nuevo proyecto, “O Auge do Desespero”, fue arrasado por una lluvia torrencial que destrozó escenografía, equipo y cámara. En 1959, “A Sina do Aventureiro”, una suerte de western rodado en una región inhóspita, también se arruinaría al descubrirse que gran parte de lo filmado estaba fuera de foco. Los títulos ya parecían anunciar el fracasado desenlace de estos proyectos: “Sentencia de Dios”, “El abismo de la desgracia” y “El destino del aventurero”. La mala fortuna tenía a Mojica Marins estaba en la quiebra, abandonado por su esposa y enfermo de una depresión que ni un sacerdote macumba le pudo arrancar. Pero, como ha sucedido muchas veces en el origen de las grandes obras, Mojica Marins tuvo un sueño, o más bien una pesadilla, en el que era arrastrado por un hombre misterioso hacia una lápida con su nombre. Aquel sujeto, vestido de oscuro, llevaba su rostro. Menos de un mes después, hipotecando su casa e invirtiendo hasta la última moneda, lograría capturar esa pesadilla en celuloide: “À meia noite levarei a sua alma” (1964), su obra definitiva.

El personaje salido del subconsciente de Mojica Marins fue bautizado (es sólo un decir, en realidad este ser hubiera abominado del bautismo) como Zé Do Caixao o Joe Coffin, para la distribución internacional. En un principio estaba pensado que un actor lo interprete, pero ninguna opción complacía a Marins. Entonces fue evidente que él debía encarnar a su propia pesadilla. Zé Do Caixao es la personificación del mal. Un sepulturero, ateo a ultranza, que desprecia toda creencia en lo sobrenatural. Viste siempre de negro y en sociedad desenvuelve una sinceridad tenaz y agresividad a la mínima provocación. Es capaz de asesinar con sadismo pero tiene la gentileza de presentarse en el funeral de la víctima para dar las condolencias. Su conducta es nietzscheana, se considera un hombre absolutamente libre, ningún miedo o creencia lo reprime de ejercer el más abyecto egoísmo. Solo hay una cosa que respeta, la valentía, y una sola es la razón de su existencia: asegurar la continuidad de su sangre.

En “À meia noite levarei a sua alma” ocurre en una paupérrima villa al norte de Sao Paolo. Los pueblerinos viven atemorizados con la presencia de Zé do Caixao, que se pasea pronunciando blasfemias, insultos y acosando a las mujeres. Zé tiene una amante, Lenita, incapaz de engendrar el hijo que este anhela. Pero Zé ahora desea a Teresina, la novia de su único amigo, Antonio. Sin el más mínimo impedimento moral, Zé se deshace de Lenita, amordazándola y poniéndole una araña en la cara, y luego apuñala a Antonio. Durante el funeral, Zé visita a la desconsolada Terezinha y la viola. Poco después, la mujer elige ahorcarse antes que traer al mundo a un hijo de Zé. Jura que volverá para arrastrar su alma hasta el infierno. El sepulturero decepcionado retoma la búsqueda de alguien que albergue su retoño. Una forastera llega al pueblo y solicita en la taberna a un caballero que la acompañe hasta la casa de tu tía, al otro lado del cementerio. En un pueblo de supersticiosos, el único capaz de amabilidad como tal es Zé, que se ofrece a acompañarla. De regreso por el camposanto, Zé piensa en cómo seducir a la recién llegada pero de repente la atmósfera se torna inquietante y aparece el espectro de Antonio. Vaticinada por la gitana, la venganza de los espíritus parece sobrevenir contra Zé. El sepulturero exclama desafiante: “!Destrúyeme, no creo en nada!”.

“À meia noite levarei a sua alma” es tan lograda en crear una atmósfera sobrecogedora que disimula todos los defectos de su precaria factura. A excepción de Mojica Marins, los actores son pésimos. Sin embargo, esto visto de una manera puede jugar a favor del film remarcando la idea de que el pueblo de Zé do Caixao está habitado por mansos timoratos. Pensándolo bien, los actores debían estar realmente aterrados. Se cuenta que durante el rodaje, en un momento muy crítico, Mojica Marins perdió la paciencia y obligó a todos a trabajar apuntándoles con una pistola, que poco antes había sido parte de la utilería. Por premuras del presupuesto se utilizó una araña real en la escena de la muerte de Lenita, que dio como resultado gritos verídicos de la actriz. Todo esfuerzo, para no decir exceso, puede haberse justificado en haber servido para dar al cine un villano tan peculiar e interesante como Zé do Caixao.

Como es de imaginar, en 1964 era toda una novedad un film con tal fascinación por la maldad, con algunas imágenes proto-gore y más de un enunciado blasfemo. El expediente de la censura contra esta película fue profuso, pero a pesar de ello (o quizá por eso) “À meia noite levarei a sua alma” fue todo un éxito en Brasil. Si bien el triunfo no representaría ni un real para su director, por haber cedido los derechos previamente para pagar deudas, ganaría gran fama con su personaje y llamaría la atención del “cine de lixo”, una vertiente del cine brasilero que en contraposición al cinema novo, prefería los traseros a las metáforas políticas y las tramas escabrosas a los diálogos edificantes. Para ser distribuidas en ese circuito, pero con su sello personal, Mojica Marins hizo sus siguientes películas: la exitosa secuela, “Esta Noite Encarnarei no teu Cadáver”, (“Esta noche me encarnaré en tu cadáver, 1967”) y varias otras donde Ze do Caixao aparecería como parte de una alucinación o presidiendo su propio infierno.

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La Hora de los Hornos

“Es falsa la historia que nos enseñaron”. “Un pueblo sin odio no puede triunfar”. “Ningún orden social se suicida”. Mucho después del cine mudo, los carteles en una película volvieron a gritar. Autoproclamado subversivo, el documental argentino “La hora de los hornos” (1968) fue concebido como un instrumento para encender la revolución. Pero aquellos fines sólo podían desearse en la clandestinidad, por eso su realización tenía que ser secreta, su exhibición furtiva y visionarla, un asunto comprometedor.

Acorde a su espíritu político y didáctico, “La hora de los hornos” se extiende por casi cuatro horas. Dividida en tres partes, la primera de ellas se titula “Neocolonialismo y violencia”, de 90 minutos, es la más innovadora en el lenguaje y reconocida internacionalmente. El documental fue realizado por el Grupo Liberación, liderado por Fernando E. Solanas, durante la dictadura militar del General Onganía, por lo que fue imposible exhibirla oficialmente en Argentina hasta 1973. El financiamiento provino de lo ahorrado por los realizadores en su experiencia previa en el cine comercial. Solanas se inició dirigiendo publicidad, sirviendo al “neocolonialismo”, para después cuestionar el sistema a través del mismo medio audiovisual.

“La hora de los hornos” es un documental de agitación social que presenta la historia de América Latina, la “patria grande”, como una sucesión de dominios coloniales. Primero en manos de España, luego de Inglaterra y de allí al “neocolonialismo” de Estados Unidos. La República Argentina recibe también los golpes de la “violencia neocolonial”: campesinos sin tierras, clases trabajadoras oprimidas, disidentes violentamente reprimidos. “La hora de los hornos” hace escarnio de la burguesía y la intelectualidad argentina, presentándola como traidora, alienada y vanidosa de su origen europeo. Las clases medias, por su parte, se adormecen bajo el opio de los medios masivos: la mejor arma del "neocolonialismo" (“mejor que el napalm”). Alentando la indignación de la clase trabajadora ("la única recuperable"), el documental recrea la realidad del pueblo como un régimen de injusticia extenuante. La única opción para los pueblos latinoamericanos, concluye el film, es apostar por su propia vida o muerte a través de la revolución contra el imperialismo. Cuatro minutos del rostro cadavérico del Che Guevara, tambores indígenas de fondo, cierran con solemnidad la primera parte de “La hora de los hornos”.

Lo más interesante de “La hora de los hornos” es que, como película detonadora, plantea una relación con el público radicalmente diferente. El espectador no es más sujeto de entretenimiento, consumidor de un producto terminado, sino un militante potencial al cual hay que inspirar el debate. Tanto es así que las dos siguientes partes ( “Acto para la liberación”, sobre los movimientos sindicales y de resistencia argentinos, y “Violencia y liberación”, dedicado a la argumentación ideológica), en determinados momentos expresamente plantean detener la proyección e iniciar la discusión en la sala. Las agrupaciones militantes eran alentadas a continuar con la creación colectiva de “La hora de los hornos” quitando o agregando su propio material de acuerdo a su experiencia. Esta licencia motivó la existencia de hasta diez versiones del film, en una de ellas, la que se exhibió en 1973, la imagen final del Che era reemplazaba por la de Juan Domingo Perón que por esos años volvía al poder y con quien el Grupo Liberación siempre simpatizó. Poco antes, cuando la película sólo podía ser proyectada clandestinamente, “La hora de los hornos” incriminaba a sus espectadores. Verla era asumir un riesgo.

La propuesta cinematográfica del Grupo Liberación tenía su sustento teórico en el manifiesto Por un tercer cine, que cuestionaba el cine de evasión venido de Hollywood (el primer cine) y el cine de autor (el segundo cine) como expresiones del imperialismo y el arte burgués. A diferencia de aquellos, el tercer cine (independiente, militante y experimental) rechaza la autoría individual, es resultado de la creatividad crítica colectiva. Puesto que persigue el cambio social, el tercer cine debe recurrir a las técnicas más efectivas para remover con su mensaje la base emocional del espectador. El perfecto ejemplo de este "tercer cine" es “La hora de los hornos” que, independiente de su matiz político, es una obra maestra del cine de propaganda, con lecciones muy bien aprendidas de Eisenstein pero también de Brecht y De Sica. Habiendo renunciado desde el principio a toda neutralidad, la película es un catalogo de técnicas de “desinformación”. Recurre a la exaltación, al mensaje subliminal, metáforas, metonimias, caricaturizaciones, al uso profuso de carteles con citas y arengas, de voces testimoniales y piezas musicales que en contraposición con las imágenes redondean la conmoción. Como resultado tenemos secuencias muy efectivas dignas del mejor cine soviético: un partido de golf es utilizado para ilustrar el relato de la oligarquía en el poder desde la Independencia; las robustas y orgullosos cabezas de ganado de un certamen son metáfora del latifundismo; el trajín de un matadero es alternado con íconos publicitarios e imágenes de represión policial. Cada secuencia tiene una propuesta formal diferente con climas que van desde lo didáctico, a lo exultante e indignante. Todo desemboca en la sensación estremecedora de que la realidad es una larga noche de opresión ante la cual sólo nos queda despertar (o morir).

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