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La impura y la higiénica

El cine de Isabel Sarli y Armando Bó


Dicen que allá donde se intenta obstruir los placeres sensoriales, se goza mucho más con ellos. Nada es exquisito si antes no intentaron ocultártelo. Pero descuidado quien debía asegurarse que así fuera. En Argentina, una mañana un ventarrón hizo volar el brassier de la Censura y unas tetas generosas nadaron por una pantalla de cine. No se trataba de un enlatado procedente de algún país nórdico, era una hermosa mujer desnuda y nacional. Entonces el pueblo no permitió que se vuelva a vestir. Entrada bien la noche, reapareció muchas veces como “la tentación desnuda” o “desnuda en la arena”, siempre desnuda. En los boliches indecorosos, entre nubes de cigarrillo, se esperaba el próximo baño de la higiénica.

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Juguemos en el bosque

Y yo que comenzaba a sentirme insensible ante el shock cinematográficamente provocado. Un día me encuentro, un segundo después de los títulos en francés, con dos caballos fornicando. Desconcertante hardcore equino: la vulva palpitante de la yegua y un falo del tamaño que no te imaginas, mostrados con la cercanía de quien se complace con la cópula humana. Después de esta poderosa escena de amor bestial, no queda duda que “La bête” (La bestia, 1975) invoca, de entre más oscuros tabúes, a la zoofilia. Pero no se trata del vicio de tu vecina por el cunnilingus incansable de su perro, sino del asalto carnal que habría cometido King Kong contra la frágil Fay Wray, de haber tenido varios metros menos.

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Alicia y el porno musical

Un día la pornografía amable llegó a compartir cartelera con los grandes lanzamientos del momento. En 1977, como una acariciante alternativa para los que no acudían al cine con ganas de galaxias muy lejanas y esgrima de espadas de luz, 2oth Century Fox Australia exhibió, acompañando el estreno de “Star Wars” (1977), una peculiar versión de “Alicia en el país de las maravillas”. Si en una sala tenían lo más avanzado de la Ciencia Ficción, en otra se proyectaba la máxima ambición del porno: hacer un musical. “Alice in Wonderland: An X-Rated Musical Fantasy” (1976) es una película insólita, una ebria colisión de géneros sólo posible en los 70´s. Después de la cópula, no seguía el cigarrillo sino el deseo incontrolable de cantar y bailar.

A mediados de los 70´s ya no era extraño que una película con fines excitatorios fuera referida en los periódicos y se exhibiera en salas que no necesariamente pertenecían a la zona rosa. En Estados Unidos, el “porno chic” ya era accesible al gran público. Favorecido por la gran publicidad que da la controversia y la simpatía de los críticos por su atractiva desobediencia, el porno dejó de ser anónimo y a los espectadores les importaba un poco menos que los reconocieran a la salida del cine. “Alice in Wonderland” da fe de aquel esplendor perdido. Una producción de ese nivel no se había visto antes en el género. Un clásico cuento de la literatura infantil interpretado por desnudistas cantantes y animalitos libidinosos. Era algo imposible de resistir y el público acudió en tropeles a los cines. Pero congregaciones tan grandes frente a la piel desnuda en celuloide estaban próximas a disolverse. El videotape esperaba a la vuelta de la esquina y con él el porno se haría más popular que nunca gracias al propicio anonimato de su espectador.

“Alice in Wonderland” (en español conocida como “Alicia en el país de las pornomaravillas”) era obra de Bill Osco, un productor que había tenido éxito con largometrajes de porno suave. Su película anterior era una parodia de Flash Gordon, con prolijos efectos especiales y obscenidades, adulterada como “Flesh Gordon” (1972). Para continuar necesitaba otro relato de la cultura popular, libre del pago por derechos de autor y que se preste para la cochinada. Lewis Carroll se retorcía en su tumba mientras Osco hacía de su clásica novela la nueva curiosidad musical del porno. Aunque del tipo suave, pues si bien se rodaron algunas escenas de sexo explícito, estas no fueron incluidas en el producto final para lograr una certificación que le permita venderse mejor. Fue todo un éxito de público, tanto así que la 20th Century Fox adquirió sus derechos de distribución para sacarle más jugo. La crítica también la celebró a carcajadas. Sin el material hardcore, “Alice in Wonderland” lucía como un cuento picaresco más que complaciente con el ojo y, para el género al que pertenece, más que ingenioso en sus diálogos. ¡Además tenía canciones!

En todo cuento infantil no debe faltar la inocencia. En este caso Alice es una jovencita, soñadora, cohibida y bibliotecaria, que se resiste a entregarse a su novio (que trabaja en una gasolinera). Cuando, frustrado, el novio abandona la escena, Alice empieza a cantar sobre cómo siempre se pierde la diversión a pesar de ya estar bien crecidita. Acto seguido hace su aparición el consabido conejo, con unas orejas que parecen parte de su barba, que atraviesa el espejo y tras él Alice, esta vez hacia un mundo donde el sexo no viste nada de vergüenza. Alice toma una pócima para empequeñecer, pero naturalmente su vestido no se encoge por lo que se cubrirá apenas con lo que tenga a mano. ¿En qué otro musical puedes observar generosos asomos de pezones y vello púbico mientras la cantante ejecuta su número? En el país de las maravillas, Alice se encontrará con una serie de personajes extravagantes y con disfraces no identificables que, entre canciones y coreografías torpes, le enseñarán lo bien que se siente cuando te dejas llevar por la piel. Unas piedras parlantes serán testigos de su primera masturbación, será invitada a tomar el té y luego adiestrada en felación, conocerá el lesbianismo, el “interracialismo” (por acción de un caballero negro) y hasta jugueteará con una parejita de hermanitos incestuosos. Todo para que a su regreso, su novio se lleve una magnifica sorpresa.

Gustó de “Alice in Wonderland” que su gruesa irreverencia no fuera tan a la par con sus imágenes, por lo que resultó un entretenimiento muy grato, quizá hasta familiar. Durante la emoción de los 70´s por la fantasía del amor libre y el dejar salir cualquier extravagancia, no podía ser menos que apreciada una criatura como esta. Pero lo que hacía que volvieras al cine a verla una y otra vez era la bellísima actriz en el papel de Alice, Kristine DeBelle. Hubo un crítico famoso que cayó rendido y en su reseña proclamó que DeBelle tenía gran potencial tanto en el porno como fuera de él. Es que su deliciosa carita de inocente, sus mohines, sus bucles rubios, la propensión por el desnudo de su espigado cuerpo y la soltura de lengua para el diálogo picaresco, eran anzuelos certeros para pescar audiencias masculinas.

A pesar de la gran impresión que causó al principio, el futuro de DeBelle como actriz no sería muy afortunado. Por más taquillera que hubiese resultado su primera película era del tipo de las obscenas y ninguna actriz de respecto podía salir de ahí. Por eso DeBelle si quería triunfar en el mainstream debía comenzar desde abajo, soportando quizá la desventaja de ser una mala candidata para la notoriedad, debido a su experiencia previa. En los años siguientes, el nombre de DeBelle se perdía en la lista de créditos de películas protagonizadas por actores como Richard Gere o Barbara Streisand. Aunque había obtenido uno que otro rol con más de una línea de diálogo, en 1979 recayó en el soft-core, nuevamente a las órdenes de Bill Osco, en una lamentable película llamada “Cheerleader´s Wild Weekend” donde ni siquiera aparece desnuda. En 1980, fue co-estrella junto a Jackie Chan en una película que no le gustó a nadie (The Big Brawl). En la televisión le fue mejor pues obtuvo un rol de cierta importancia en una telenovela gringa muy popular (The Young and the Restless). Pero justo en ese momento, cuando su rostro brillaba en la caja boba y en horario familiar, su pasado x-rated reapareció de manera brutal. Con la llegada del video, Bill Osco relanzó “Alice in Wonderland” incluyendo aquellos insertos hardcore que tenía guardados. Todavía lejano estaba el tiempo en que si a una celebridad le descubren un video haciendo una felación, su popularidad llegaría hasta la cima. Pero para la pobre Kristine DeBelle una cosa así sólo podía ser devastadora. Aunque no toda la pornografía agregada había sido actuada por ella, era evidente que sus labios se han posado en penes y vulvas y sus dedos la habían masturbado frente a cámaras. Se dice que la versión “extendida” perjudica bastante la frescura del film original, y quizá tengan razón. Se dice también que despidieron a DeBelle de la telenovela. Siguió probando suerte pero los papeles que obtenía eran cada vez más insignificantes, tanto que alguna vez su participación terminaba en el tacho de basura de la sala de edición. Para finales de los 80´s se retiró del cine y la televisión completamente y no se supo más de ella.


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La venganza se sirve fria

En los 70´s, después de años de lucha, el movimiento feminista logra implantar en el imaginario colectivo a un nuevo villano: el hombre que insiste violentamente en perpetuar la sociedad patriarcal que creó. El cine, ese gran reciclador, no podía desaprovechar aquella ola de indignación ante el maltrato a la mujer. Se produjeron infinidad de reacciones desde el cine culto o militante, pero quienes realmente dieron “escarmiento” a los machistas fueron las sensacionalistas producciones de Serie B. Los cinemas de medianoche tenían un nuevo subgénero en las marquesinas: el rape and revenge. Una interpretación explotation del movimiento feminista. Jóvenes inocentes que caen en la desgracia de ser violadas, por varios individuos, y no con poca brutalidad. Pero el trauma en lugar de paralizarlas despertaba en ellas una indomable sed de venganza que sólo era saciada cuando las cabezas de los agresores rodaban ensangrentadas por el ecran.

El film sueco “Thriller: A Cruel Picture” (1974) es representante de este subgénero. Como sus semejantes, utiliza una fácil coartada moral para justificar una explosión de violencia. Es decir, la inocencia, personificada en la protagonista, una vez ultrajada adquiere licencia para ejercer la crueldad. Es más, la platea espera con los dientes apretados que esta transformación resulte exitosa y que los malvados reciban el doble del daño que hicieron, creándose así una dudosa sensación de justicia. Pero hacer justicia no es tarea de policías, jueces o padres, que al fin y al cabo también son hombres y sólo pueden imaginar una experiencia tan traumática, sino de las propias víctimas, una noción apoyada por feminismo en los 70´s. La violación entonces, desde la visión retorcida de este subgénero, “empondera” a quienes la sufren. Pensandolo bien tal vez la idea no sea del todo descabellada. Recordemos que como reacción a generaciones de atropellos surge el feminismo, que en sus inicios era visto como un movimiento subversivo. Sin embargo, es evidente que en este subgénero queda poco margen para la reflexión. La ilustración del relato suele ser tan visceral como la indignación que producen los vejámenes contra la protagonista. Por otra parte, la agresión está individualizada. Los atacantes son escoria humana pero tienen nombres propios y reconocemos sus caras cuando estas, luego, se retuercen de dolor. Es decir, no hay crítica alguna al estado de las cosas. Pero sabemos bien que el explotation nunca quiso mejorar el mundo, simplemente hace espectáculos de sus vicios. Y es por eso que las feministas nunca aplaudieron alguna rape-revenge movie.

Precisamente de Suecia salió uno de los primeros antecedentes de este subgénero y nada menos que del respetadísimo Ingmar Bergman. Me refiero a la inolvidable “Junfrukällan” (1959), conocida en español como “La fuente de la doncella”. Si bien en esta película la víctima no puede hacerse cargo de la venganza, porque es asesinada, sino su familia; como espectadores nos invade la misma sed de sangre, alentada aquí además por el misticismo y la reflexión existencial, que quedará violentamente satisfecha. Varios años después uno de los asistentes que tuvo Bergman durante su clásica “Persona” (1966), llamado Bo Arne Vibenius, sería el director de “Thriller: A Cruel Picture”, una película que se encargaría de "hacer justicia" de una manera mucho más gráfica y menos pensativa.

Bo Arne Vibenius prefirió firmar con el seudónimo de Alex Fridolinski, al parecer ya sospechaba que su película sería totalmente censurada en su país. Por mucho tiempo circularon versiones recortadas de su película en los mercados del eurotrash. El principal interés era su protagonista, Christina Lindberg, la niña angelical del soft-core sueco. Tal vez este cuento de venganza habría quedado en el olvido sino no fuera hoy otra fuente de aquel amasijo de referencias que es “Kill Bill” (2004) de Quentin Tarantino. Tarantino se inspiró en la protagonista de “Thriller: A Cruel Picture” para concebir al personaje de Elle Driver, la tuerta.

En “Thriller: A Cruel Picture”, la violación será solo el primer círculo de un destino infernal. Siendo niña, Madeleine fue ultrajada por un viejo y el trauma la dejó muda. Vive sencillamente en la granja de sus padres y es objeto de compasión de sus vecinos. Un día al perder el bus acepta subirse al auto de un hombre de la ciudad. El hombre, complacido con su docilidad y que no pueda decir ni una palabra, la invita a un restaurante lujoso y luego a su departamento. Una vez ahí la duerme y comienza a inyectarle heroína. Al despertar, semanas después, Madeleine se entera que le esperan días horrendos. Ha caído en la trampa de un proxeneta que la obligará a prostituirse a cambio de la droga a la que ahora es adicta. Por si no fuera suficiente, cuando Madeleine araña la cara de su primer cliente, el caficho se lo cobra quitándole un ojo con un bisturí. En adelante usará un parche del color que haga juego con su vestido. Los padres de Madeleine han sido engañados por unas cartas enviadas por el secuestrador, donde les hace creer que su hija los odia y que ha escapado. En su primer dia libre, Madeleine sale en su busca pero se topa con otra desgracia: sus padres se han suicidado. Desde entonces Madeleine toma una determinación silenciosa para la cual, cada lunes, se entrena en artes marciales, manejo de armas y en conducir a alta velocidad. Soportará todavía más días de humillación pero cerca estará el momento en que sus crueles clientes y el proxeneta pagarán con sus vidas.

En estilo esta película resulta mucho más “fría” que “cruel”. Al parecer, hasta en sus producciones Serie B puede respirarse ese clima de silencio e inexpresividad del cine nórdico. Ningún maltrato logra que la víctima emita sonido alguno. Incluso la música incidental prefiere casi siempre quedarse callada. La secuencia de la venganza, en cuyo estilo algunos han visto un antecedente de “The Matrix”, es mostrada en cámara lenta: disparos de Madeleine vestida de negro, víctimas a quienes les explotan manchas rojas en la ropa y cadáveres que se desploman lentamente. Este estilo fue más bien un truco para lograr un resultado decente de una escena de acción contando con un presupuesto pequeño y baja destreza técnica.

“Thriller: A Cruel Picture” es también una película pornográfica. Su narración tranquila se ve trastornada, en las escenas de cama, por close-ups coitales que más bien causan extrañeza. Obviamente los insertos no fueron filmados por Christina Lindberg, una belleza que colmó con su desnudez tantas páginas centrales en revistas para caballeros y que luego encabezó carteles de cine erótico. Durante toda su carrerra intentó mantener a raya el gusto por lo explicito de los guiones que le enviaban. Durante la explosión del porno chic de los setenta, Christina Lindberg fue una de las actrices que prefirió ponerse la bata y marcharse. Gerard Damiano, el que llevó el porno a las primeras planas con su “Garganta Profunda” (1970), tuvo a Christina en uno de los proyectos que no culminó. Según la actriz, fue el mismo Damiano quien, quizá conmovido por su rostro inocente, le sugirió que abandonara el set pues se trataba de un film hardcore y ella parecía una “chica buena”. Lindberg se retiró del swedish erotica, fracasó como actriz formal pero encontró estabilidad como periodista. Tiempo después dirigió su propia película: un instructivo donde explicaba a los niños cómo
recoger champiñones por el bosque.

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Vello público

Muchas excentricidades suelen ocurrir cuando la Censura se relaja. Por ejemplo, en Francia, a mediados de los 70´s, propiciada por un clima de distensión, floreció ante la luz pública, la pornografía. El género, todavía lejos del carácter funcional de nuestros días, emulaba aplicadamente las formas del largometraje. Un argumento, con meseta y resolución, debía dar fluidez a tanta excitación. Pero a veces la imaginación porno elegía caminos disparatados, sin embargo, los críticos sonreían ante su desfachatez que les parecía refrescante. Si Estados Unidos comenzó el “porno chic” con “Garganta Profunda” (1970), entusiasmando a las masas con una boca con propiedades vaginales, los franceses hicieron lo propio con “Le Sexe Qui Parle” (El sexo que habla, 1975) sobre una vagina con virtudes bucales, es decir, con un irritante don de la palabra (y, presumiblemente, con una profunda dentadura). Ya que tiene labios que hable, pero que no pronuncie discursos. La vagina parlante es insultante, impositiva, egoísta y le importa un pito el refinamiento. El porno, un acto de malcriadez.

“El sexo que habla” pertenece a Joelle, una mujer parisina treintañera y preciosa, que repentinamente se siente impulsada a seguir a una muchacha en la calle, dar una sorpresiva felación a un compañero de trabajo e incluso masturbarse en medio de una reunión. Su esposo Eric enfurece al ver a su mujer tocarse frente a sus colegas y de vuelta a casa discute con ella. Pero la última palabra la tendrá la vagina de Joelle que rompe su silencio para insultar al marido. “Todas hablamos pero no tenemos necesidad de hacerlo hasta que nos encontramos a un imbécil como tú”, replica como toda explicación. Resulta que el deficiente desempeño de Eric es tan insatisfactorio para la Vagina que esta ha decidido tomar el poder y arrastrar a Joelle hacia los comportamientos más hedonistas. Eric contactará a una amiga psiconalista para pedir su opinión del fenómeno. Pero la Vagina abrirá sus velludos labios no para revelar un trauma sexual, sino para dar una orden: “aquí vamos a divertirnos los cuatro”. La psicoanalista y Eric son incitados a tener sexo para el disfrute de aquella vulva que es acariciada por su propietaria.

Como pueden apreciar y como suele ocurrir en las ficciones pornográficas, estamos es un mundo absolutamente irreal. Luego de la faena, la psicoanalista da una conferencia de prensa donde revela la existencia de aquel aparato genital parlanchín. Presumiblemente se trata de una extraña enfermedad moderna. Los medios entran en frenesí. Un periodista saldrá dispuesto a todo para conseguir una entrevista exclusiva con la Vagina. Eric y Joelle no tendrán mas escapatoria que huir de la ciudad, pero a todo momento el sexo de Joelle no dejará de desproticar contra el pobre Eric y darse satisfacción forzando a Joelle a tener experiencias furtivas en un cine porno, para variar. Una noche, mientras Joelle duerme, Eric y la Vagina conversan en un intento de entendimiento. Ella le cuenta el pasado sexual de su esposa. Tras ser acosada sexualmente por su padrastro, en la pubertad, en lugar de un trauma desarrolla un interés audaz por el sexo. Primero desvirgada por la nariz de un muñeco de Pinocho (bajo el gemido de “Miénteme”), continuará su aprendizaje con un maestro de escuela y hasta con un cura confesor. “La pasábamos tan bien antes. Todo cambió cuando te conocimos, cabrón”, dice la Vagina con amargura. Siendo imposible la concilación, Eric intenta estrangular a la Vagina introduciendo su propio pene. Nunca en el cine tuvo la “batalla de los sexos” un sentido tan literal. No revelaré el final pero adelanto que es curioso por su ambiguedad. Tal vez la Vagina fue vencida o tal vez recurrió a ocultos dientes para expulsar al miembro no bienvenido.

¿Por qué una película como “El Sexo que habla” despuntó entre sus congéneres? En primer lugar, eran los 70´s y, por otra parte, porque reúne magníficamente los encantos del “porno chic”. Frase inventada por un crítico para definir la popularidad masiva que encontraron algunas películas pornográficas por esa época, ya sea debido al escándalo, a las protagonistas, a las disparatadas tramas o simplemente por moda. La idea del “El sexo que habla” era perfecta para lograr una excelente difusión a través del “boca a boca”, en conversaciones de bar, en secundarias de varones, cuarteles, gimnasios, talleres mecánicos, etc. En cualquier lugar donde se congrege la tetosterona podía salir la buena nueva: “¿sabes que hay una película sobre una vagina que habla?”. La película aprovecha habilmente el imaginario de su época: la liberación femenina, el psicoanálisis, la represión burguesa y, por supuesto, la reinvindicación del placer sexual. Pero estamos hablando de porno, donde la seriedad no cabe en ningún agujero. Todos estos temas son filtrados por la sátira. No es una película feminista, no es antecesora de la militante “Monólogos de la vagina”, es más bien una parodia, un pretexto para explotar un estereotipo clásico del cine erótico: la mujer liberal, la descarriada, la que obecede ciegamente a sus bajas pasiones. Más que un film psicológico es un delirio fantástico. Como vimos, el científico termina siendo sometido por su objeto de estudio. La “vagina habladora” trasciende cualquier simbología para ser presentada simplemente como un órgano pensante y sublevado.

“El Sexo que habla” fue escrita y dirigida por Claude Mulot, bajo el seudónimo de Frédéric Lansac, un director no muy recordado hoy pero que dio a Francia varios films pornográficos. Además de tener un guión con diálogos y fantasías ingeniosas, esta película también destaca por tener un trabajo visual ciudado. Recordemos que en aquel tiempo incluso el porno debía rodarse en 35 mm, lo que ya de por sí exigía cierta atención. Sumado a esto tenemos la recreación eficiente de antros libidinosos, alcobas a media luz y sueños masturbatorios. Pero lo mejor de todo es el encantador “punto de vista vaginal”. El mundo visto a través del “ojo” vertical de una vulva. ¿Qué más se puede pedir?

Solo me resta protestar, no contra algún aspecto de la película, sino contra sus fraudulentos doblistas españoles. En la versión hispana encontramos el imperdonable error de dar a la Vagina una voz de hombre (y encima con la labia de un parroquiano de taberna). Mi amigo Cristiam imaginó una explicación para este sabotaje: ¿Será que en la pacata España de aquellos años era preferible atenuar cualquier lectura subversiva y reducir la película a una extravagancia cómica?

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Las manos voraces

Las penurias del pasado se disipaban. En Japón, los analistas hablaban de un “milagro”. Con el amanecer de los sesentas, las nuevas generaciones descansaban del "esfuerzo nacional" matando el rato frente a la TV y el cine. En la pantalla grande ahora cabía lo que en la chica estaba proscrito. Del frondoso cine japonés la rama del erotismo ganó grosor. Los besos estaban permitidos desde algún tiempo atrás, ya era el momento de los azotes. Evidenciando una sexualidad compleja, por decir lo menos, las pinku eigas ofrecían un menú que mezclaba violación, tortura, sadismo y tetas pequeñas. Toda mujer llevaba dentro de sí a una masoquista reprimida. El viril latigazo las hacía libres.

Aquella sociedad apretujada por tradicional rigidez, desahogaba obsesiones a través del cine erótico. Se hicieron miles de películas que empujaron, centímetro a centímetro, los muros de la censura. Pero las fronteras eran sinuosas: se admitían celebraciones de sadismo, pero nunca ni un asomo de vello púbico. La mayoría de estas películas expiraba con la amnesia de la retina, pero hubo un puñado que viajó a las respetadas vitrinas de festivales en Occidente. Eran méritos de jóvenes directores que aprovechaban las livianas condiciones del género para hacer sus experimentos. Obras que discretamente sobrepasaban el formato para dejar entrever los ligamentos de un submundo encaprichado por el placer.

Uno de aquellos directores era Yasuzo Masumura, que navegó a través de una filmografía inhóspita (más de 50 films) y cuyos triunfos arribaron muy tarde en el ojo occidental. Formado en Roma, con maestros como Fellini y Visconti, Masumura regresó a casa sin ganas de neorrealismo, pero dispuesto a romper con el mainstream japonés. Acusaba al cine tradicional de estar distante de la realidad, y al realismo de acorralar al sujeto entre la resignación y la opresión del “ser colectivo”. El objetivo de su cine era rebelarse contra la derrota de la individualidad, mediante la descripción exagerada de las pasiones humanas. En las películas de Masumura los personajes socialmente exitosos están perdidos moralmente, son proclives al egoísmo y la crueldad, mientras que los protagonistas se estrellan de cara en su pasión por la libertad. Una de sus obras maestras, redescubierta décadas después en el Oeste, es “Blind Beast” (Bestia ciega o “Moju”, 1969), precursora de “El Imperio de los Sentidos”(1976), el pinku eiga más conocido en todo el mundo.

“Blind Beast” es un relato elegantemente desquiciado. En un museo, la modelo Aki encuentra a Michio, un ciego que acaricia salaz una escultura de su cuerpo. Un rato después, Aki se siente tensionada y solicita un masajista. Michio suplanta al masajista para entrar en su casa, tocarla por un buen rato y después secuestrarla. Despierta en su extraño taller, un gran salón de cuyas paredes brotan esculturas de bocas, ojos, narices, piernas y tetas. Michio es un escultor obsesionado con modelar el cuerpo de Aki. Ella se niega pero él logra convencerla prometiendo que la dejará libre cuando termine la obra. ¿Pero como puede esculpir un ciego a una mujer? Pues, tocándola detallada y repetidamente. Michio es un lujurioso del tacto para quien la expresión “mano larga” se queda corta. Durante las sesiones, el escultor irá sumergiendo a su modelo en un frenesí epidérmico que motivará los celos de la madre, encubridora de los delirios artísticos de su hijo. Intentando impedir que Aki sea ahorcada, Michio mata a su madre accidentalmente. Ahora a solas, y a pesar que la escultura ya fue terminada, Michio y Aki perderán la cabeza explorando sensaciones de la piel cada vez más extremas.

Sin dejar de ser una película de género, “Blind Beast” se distingue por una propuesta visual minimalista pero de atmósfera exacerbada. La mayor parte de la acción transcurre en el gran “utero” que es el taller, un refugio casi en penumbras que es un santuario a las formas femeninas, pero recreadas desde el punto de vista de un bebé. Sin embargo, la desnudez real en el film, aunque constante, es esquiva a exhibirse. La naturaleza perversa del relato es más una proyección psicológica que una agresión física. Las manos voraces del ciego traducen el cuerpo tenue de Aki en una escultura de formas mucho más voluptuosas.

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