Inventario de dudas

Andrzej Munk murió a medio camino de su obra maestra. Un accidente de auto se interpuso en la realización de "Pasazerka"(La pasajera, 1961-63). Quienes trabajaron con Munk sabían que el proyecto causaría gran impacto: el cine de Polonia por fin reflexionando sobre los campos de concentración nazis y las heridas en la memoria. Pero sólo llegaron a rodarse algunas escenas. Dos años después de la muerte de Munk, los amigos involucrados hicieron, en homenaje a Munk y a las inquietudes que ellos también compartían, un documento que de fe de la grandeza de una película incompleta. “La Pasajera” fracasó como el sueño de un director, pero quienes lo sobrevivieron no podían dormir sabiendo que lo avanzado merecía mejor destino que el olvido.

El rescate de “La pasajera” no se planteó construir las escenas que el director no llegó a concretar. ¿Cómo atreverse a llenar los vacíos que dejó otro artista? Por el contrario, era imposible ocultar su gestación interrumpida. Por eso la película es, en cierta forma, un inventario de preguntas, de retazos de argumento sin destino, y jugar al “qué hubiera sido”. ¿Qué justifica entonces intentar dar forma a lo inacabado? Un proyecto cinematográfico puede responder en igual medida a la inquietud personal de su director como a las preocupaciones de una generación. Entonces si una obra maestra puede expresar el sentir de muchos, “La pasajera”, que casi logró serlo, también podría tener ese poder. Gracias a la naturaleza colectiva del cine esto pudo ser demostrado, pero tratándose también de un arte autoritario en lo creativo, una vez que el autor se va con los planos los demás obreros no pueden terminar la obra.

La historia de “La pasajera” ocurre en dos locaciones: el campo de concentración de Auschwitz y un lujoso crucero aislado del tiempo. Munk llegó a rodar sólo las escenas correspondientes a Auschwitz. En el crucero, Liza retorna a Alemania después de muchos años, acompañada por su marido. Entre los pasajeros, Liza reconoce a una mujer muy parecida a alguien de su pasado. Estas secuencias son mostradas con imágenes fijas, presumiblemente fotos de producción, explicadas por una voz en off. Aquella mujer quizá sea Marta, una ex prisionera en Auschwitz. Esta aparición motiva que Liza cuente a su marido cómo fue “realmente” su juventud en Alemania. Le revela que sirvió en Auschwitz, como miembro del Partido Nazi, encargada de vigilar los objetos confiscados a los judíos. En busca de una asistente, Liza elige a Marta de entre las filas de prisioneras. Desde entonces se establece una relación entre la supervisora, que impulsada por una extraña simpatía protege a la prisionera, y Marta que responde a estas atenciones con estoicismo. Incluso Liza habría librado a Marta de ser ejecutada. Pero esta es sólo la versión que Liza cuenta a su marido. Aquella incómoda presencia en el crucero ha traído de vuelta a la mente de Liza los recuerdos más auténticos. Para su propio interior, Liza contará una versión de los hechos más cercana a la verdad.

En el segundo relato, más detallado, vemos que las razones de Liza para proteger a Marta eran mucho más retorcidas. Liza elige a Marta atraída por su juventud y por cierto aire altanero. Marta es un enemigo que Liza deseará doblegar como un ejercicio personal de poder. Liza se entera que el prometido de Marta está recluido en otro sector de Auschwitz y este será factor determinante. Liza envidia que Marta, a pesar de ser una prisionera, pueda darse el lujo de ser amada, mientras que ella es sólo una pieza en el engranaje del Nazismo, prohibida de todo sentimiento. La supervisora dará a la prisionera la posibilidad de reunirse con su prometido y encontrará en esto otra forma de ejercer poder sobre ella al controlar sus momentos de esperanza y placer. Marta en su mutismo se resistirá a verse doblegada y convertida en la “prisionera modelo” que Liza mostrará a sus superiores para subir posiciones.

Es extraordinario que el defecto de “La pasajera” resulte tan coherente con su mensaje. Habiendo quedado inconclusa, de manera fortuita la idea de la fragilidad de la memoria se ve reforzada. “La pasajera” medita sobre lo poco fiable que es la “verdad” respecto a episodios de horror y vergüenza. En especial en tiempos de paz donde esos sucesos han sido supuestamente superados. A esto responde la circunstancia del crucero: el lugar menos apropiado para ponerse a pensar en el Holocausto. Y es en la imposibilidad de asir aquel pasado que la película misma parece sacrificarse, dejando a su espectador con más preguntas que certezas. ¿Era esa mujer realmente Marta? Si lo es ¿cómo sobrevivió a Auschwitz? ¿Liza logra hacer contacto con ella durante el viaje? ¿O más bien prefiere evitarla y la observa de lejos mientras conversa con sus recuerdos? No lo sabemos y tal vez Munk tampoco planeaba dar respuestas precisas.

Desde luego, esta ambigüedad no sería tan interesante si las escenas terminadas no fueran así de fascinantes. Munk emociona con la mirada de Marta, con la cruel cotidianidad en el campo de concentración, con aquel patético desfile de prisioneros, con la audacia de Marta y su novio de intercambiar entre las filas de prisioneros para estar lo más cerca posible uno del otro, o con la orquesta de músicos de traje a rayas que toca música clásica para el solaz de los jefes. Munk eligió explorar lo interior, lo desapercibido, la duda, frente a un tema, que por su delicadeza, otros tratarían con grandilocuencia y corrección. “La pasajera” se deshace como rindiéndose al fracaso del cine en alcanzar la expresión profunda de aquellos horrores.


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El aristócrata desesperado

Un atentado dio inicio a la etapa más comercial de la carrera de Andy Warhol. En 1968, una acólita resentida le descargó tres balazos, Warhol no murió pero quedó traumatizado por el milagro de haber sobrevivido.En adelante su arte se concentraría en atraer la seguridad que da el dinero. Si su pintura alguna vez había disgustado a los críticos relamidos con aquellas latas de sopa y esos colores disparejos sobre Marilyn Monroe, y si su cine había suscitado irritación, aburrimiento e intervenciones policiales; en los 70 su “irreverencia” se vendía etiquetada en las vitrinas del mercado. Uno de estos productos fue una versión pop de Drácula. El Conde reducido a una patética reliquia en un mundo donde la sangre de vírgenes, indispensable para costear su inmortalidad, sólo se consigue, si acaso, cuando una preciosa púber es desflorada por un semental con el abdomen bien marcado.

En aquel séquito de artistas en espera de sus 15 minutos de fama, llamado The Factory, estaba Paul Morrissey. Entre las rarezas allí reunidas, Morrissey lo era a su manera: católico, de derecha y con ojos ávidos a toda oportunidad comercial. Antes del atentado, Morrissey había colaborado como co-director de “Chelsea Girls” (1966), la única película de Warhol con cierto rendimiento en taquilla debido a su curioso formato: dos pantallas en las que se proyectaba simultáneamente un sin fin de situaciones, alternando el sonido entre una y otra. Pero una vez que rozó la muerte, Warhol perdió el interés en su pasatiempo cinematográfico. Su última película se llamó “Fuck” (o “Blue Movie”) donde una de sus estrellas conversa sobre Vietnam y tiene sexo, en ese orden. Su corta exhibición culminó con el arresto de hasta el proyeccionista.

Para Warhol hacer películas era jugar a contradecir al cine. La elipsis derogada. ¿Quién dice que un film no puede mostrar únicamente a una persona durmiendo y durar cinco horas (Sleep, 1963)? ¿Qué tiene de malo filmar durante ocho horas el trascurrir de peatones alrededor de un importante edificio (Empire, 1964)? Aunque el concepto resultara curioso, era insoportable observar todo el experimento. A Warhol le encantaba hacer registros y consumió muchos kilómetros de negativo, incluso a veces “filmaba” cuando había olvidado cargar la cámara.

Con el atentado llegó la oportunidad para Paul Morrissey. Warhol se concentró en pintar retratos pop art de celebridades a cambio de miles de dólares, mientras que Morrissey asumió el control de la producción cinematográfica de su firma: una serie de películas que escribió, produjo y dirigió, y a las que el pintor simplemente puso su sello de aprobación. Aunque Morrissey también fue un experimentador en sus comienzos, entendió que para atraer al público funcionaría mejor explotar el glamour decadente, hermoso y homosexual de The Factory. Si Warhol, en su juventud, había rodado películas tituladas “Sleep” o “Eat”, Morrissey en cambio rodaría otras llamadas “Flesh” (1968), “Trash” (1970) o “Heat” (1972) centradas en la presencia agraciada y taciturna de Joe Dallesandro. El cine de la firma Warhol ahora era sostenido por los brazos de un ex modelo de pornografía gay.

Joe Dalesandro era un alma desventurada. A temprana edad se vio separado de su madre, mientras esta cumplía años en prisión por robo de autos. Su padre lo entregó en adopción, junto con su hermano, a otra familia de la que serían “despedidos” por mala conducta. Pero el Señor no había abandonado completamente a Dalesandro, en compensación le dio una gran belleza física que le permitió ganarse el pan como prostituto y modelo de revistas gay. Un día se cruzó en la calle con un rodaje de Warhol y Morrissey. No más verlo, el pintor quedó maravillado con él y decidió incluirlo inmediatamente en la película que filmaban: “Loves of Ondine” (1968). En adelante, Warhol decretaría que en sus películas todos estarían enamorados de Dalesandro, cuya única virtud histriónica era su desenvoltura para desnudarse. Sus personajes, como él, siempre tendrían el temperamento tímido, lento y a veces dócilmente disgustado.

Dalesandro se convirtió entonces en el nuevo protegido de The Factory, en una etapa post-atentado donde el desenfreno ya no estaba tan de moda como la ambición por el dinero. De todo el plantel de superestrellas de Warhol, compuesto por drag queens charlatanes y adictas histéricas, el lacónico Dallesandro resultó el más exitoso. Aún así en la producción de las películas que protagonizó primaba la tacañería y la explotación. Cuando no estaba, semi o totalmente desnudo, a las órdenes de Morrissey, interpretando a drogadictos o gigolós en la serie “Flesh”, “Trash”, “Heat”; su entrepierna era fotografiada por Warhol para cumplir con la portada de “Sticky fingers” de los Rolling Stones, y cuando el lente de la cámara ya se había saciado de él, Dallesandro completaba su jornada atendiendo el teléfono o como chico de los recados.

En 1973, Morrissey y compañía viajaron a Italia con el propósito de rodar, en el menor tiempo posible y economizando cada centavo, dos películas de horror de la firma Warhol: “Flesh for Frankenstein” (1973) y “Blood for Dracula” (1974). De esta forma llegamos, al fin, a la película que nos ocupa hoy.

En “Blood for Dracula”, el Conde ya ha perdido toda su sombría seducción y el aplomo con el que penetraba la yugular de las doncellas. Como un vejestorio con el mal gusto de querer ser inmortal, Dracula llega agónico al siglo XX, tiempos en los que la sangre de vírgenes ya es sumamente escasa. Preocupado por su salud, Dracula y su mayordomo abandonan Rumania y se dirigen a Italia donde, ellos suponen, gracias al Catolicismo imperante todavía la castidad es una virtud. El mayordomo sale a hacer averiguaciones, mientras que el Conde, en silla de ruedas y más pálido que de costumbre, sufre como un drogadicto en síndrome de abstinencia, necesitado de sangre pura que le devuelva las fuerzas. Se enteran que una familia de alcurnia pero venida a menos, los Di Fiori, tiene cuatro hijas solteras dispuestas a ser entregadas en matrimonio al primer aristócrata que toque la puerta. Aunque todavía en una condición poco presentable, el Conde visita a los Di Fiori y anuncia su interés de casarse con una de las hijas, siempre y cuando esta sea virgen. “Es que provengo de una familia muy tradicional. Usted entenderá”. Entonces el Conde y el mayordomo son recibidos como huéspedes de la mansión. El único sirviente que les queda a los Di Fiori es un muchacho (Dallesandro, naturalmente) altanero, comunista y mascota sexual de tres de las cuatro hermanas. Por su lado, Dracula no puede darse el lujo cumplir con las formalidades de la aristocracia antes de hincarle el diente a una supuesta virgen. Asalta a una de las hijas pero al percibir que su sangre es impura lo asaltarán violentos vómitos. Y así cada vez que se equivoca. Desesperado llegará a exclamar: “la sangre de estas putas me está matando”.

Como vemos, en “Blood for Dracula” el ser aristócrata es una condición indeseable y condenada a perecer bajo la desobediencia de la modernidad. Por un lado tenemos al personaje de Dallesandro, bolchevique con hoz y martillo pintados en su habitación, que fornica con las niñas de la casa más impulsado por el odio de clases que por el placer. Por otra parte, está Dracula, el vampiro más rancio de la burguesía, que escudado en su condición de noble, intenta a duras penas alimentarse de la juventud para mantenerse vigente.

Morrissey no es un director de grandes pretensiones. En su cine, imperfecto en lo técnico, la improvisación y la personalidad de sus actores es lo principal. En “Blood for Dracula” tenemos un rango de actuaciones que van desde lo notable hasta lo pésimo. A lado de Udo Kier, inolvidable en su papel de Dracula, tenemos fantoches de gestos fingidos que paporretean textos, como el mayordomo o el mismo Dallesandro. Agregan sabor al elenco, la participación de Vittorio de Sica, un jocoso Marqués Di Fiori, y Roman Polanski, parroquiano que reta al mayordomo a un tonto juego. Se siente en el film el gusto por lo absurdo, por flexibilizar cualquier directiva de guión en beneficio del humor y la insinuación. Con estos ingredientes, no cabe duda que el mejor cine “de Warhol” pertenece a Morrissey.
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