Utopia en el Planeta Rojo

Iakov Protazanov fue uno de los artistas que abandonó Rusia con la caída de los zares. Su pertenencia a la burguesía y a sus modos de hacer cine, no eran las mejores recomendaciones para prosperar en la nueva nación roja. Sin embargo, Protazanov regresó. En Europa hubiera podido cosechar las frutas del reconocimiento personal, pero eligió ser otro cineasta discreto bajo la hoz soviética, lista para segar la mala hierba ideológica. Pero como con los artistas la desconfianza nunca es suficiente, de alguna manera, Protazanov se salió con la suya. En los primeros años del triunfo de la Revolución, Protazanov filmó la primera película sobre un viaje al planeta rojo. “Aelita” (1924) no hubiera podido nacer simplemente como una pionera representación de una civilización marciana. Los soviéticos no habrían financiado escapismo semejante. Protazanov urde en esta cinta silente un engañoso tejido de metáforas. Las interpretaciones ahora discrepan, pero en su momento “Aelita” fue vista como una crítica al intelectual soñador y, de paso, la exaltación del Comunismo a niveles interplanetarios.

“Aelita” está considerada la primera película de Ciencia Ficción sovietica y, en general, es una de las antecesoras más remotas que tiene este género. Se invirtió en ella no pocos rublos en vestuarios y decorados, inspirados en lo último del diseño vanguardista, y argumentalmente se tomó el lujo de usar del cliché de “era un sueño” cuando aún estaba muy lejos de ser un cliché. Fue un gran éxito de público. Es muy posible que Fritz Lang haya recibido su influencia en el diseño futurista de la occidental “Metropolis” (1927). Pero las autoridades sovieticas nunca le tuvieron mucho aprecio. En la década siguiente, entrevieron en “Aelita” insinuaciones incómodas a la corrupción del poder, y la destinaron a un largo reposo en el Archivo, de donde pudo escapar recién cuando la Guerra Fría terminaba de derretirse.

Un extraño mensaje de radio venido del espacio es transmitido a la Tierra, el ingeniero Los es quien lo capta en Moscú. A medida que la obseción de Los por descifrar el mensaje va en aumento, su matrimonio con Natasha, una abnegada enfermera del Soviet, se va desmoronando. Erlich, un aristócrata oportunista, está cortejando a Natasha con éxito inminente. Mientras tanto, en Marte, tenemos a Aelita, la reina de una sociedad totalitaria cuyo proletariado es guardado en refrigeradores cuando ya no es necesario. Tuskub, padre de Aelita, es el tirano que realmente gobierno. Eludiendo prohibiciones, Aelita observa a través de un telescopio marciano la vida humana en la Tierra. Se impresiona de la costumbre de besar y luego fija su atención en el ingeniero Los, que al mismo tiempo ha comenzado a fantasiar con una reina de Marte que lo observa enamorada.

Mientras tanto, en Moscú, el desalentado Los decide alejarse de su esposa y acepta trabajar en la construcción de una represa por varios meses. Al regresar busca reconciliarse con Natasha, pero al parecer ya es tarde, y le dispara en un ataque de celos. Fugitivo, se disfraza de un colega suyo, Spiridonov, y se dispone a construir un cohete para viajar a Marte, donde podrá reunirse con Aelita. Junto con Gusev, un revolucionario aburrido de su vida de casado, emprende el viaje. Aelita y Los se unen al fin, pero Gusev es hecho prisionero. En prisión, Gusev incita a los trabajadores apresados a levantarse. Aelita se ofrece a liderar la revolución para derrocar a Tuskub. Pese a la oposición de Gusev, que teme que la monarquía suplante a la tiranía, el levantamiento triunfa. Mientras Los, alterado por la culpa, ha empezado a ver en Aelita la imagen de su esposa. Tal como se predijo, Aelita ahora quiere controlar el poder absoluto, pero en un confuso forcejo, Los arroja a Aelita/Natasha por las escaleras. De repente, el ingeniero Los despierta de un sueño en la estación de trenes, poco después de haber disparado contra su mujer. El viaje a Marte era una fantasía de su mente alterada, y aquel mensaje marciano era simplemente un slogan de una publicidad capitalista.

En la interpretación “oficial” de “Aelita” prevaleció la crítica al intelectual de educación burguesa, que en lugar de comprometerse con el rumbo materialista de su pueblo, pierde el tiempo, por ejemplo, soñando con viajar al espacio. El aislamiento y egoismo de Los contrasta con el paisaje general de la película: obreros partiéndose el lomo en levantar construcciones, enfermeras infatigables y masas marchando en conmemoraciones. Mientras tanto el impulsivo Los sólo quiere irse al planeta rojo.

Sin embargo, Protazanov tampoco era un “hombre del régimen” y no pretendía hacer de “Aelita” una película de propaganda elemental. Desde otra lectura, mientras Moscú representa las obligaciones domésticas, el compromiso con el progreso; Marte significa el escape a la fantasía, y en particular, un consuelo para una vida sentimental frustrante. Tanto como Los como Gusev, revolucionarios en Marte, son hombres fracasados en lo conyugal, lo que da cabida a una incómoda sugerencia: ¿La revolución es liderada por hombres insatisfechos en su vida personal? ¿Los bolcheviques son simplemente personas impacientes? Además de esto, hay en “Aelita” cierto escepticismo sobre el destino de la revolución. La intención de la reina Aelita de traicionar al pueblo y volver a un sistema tiránico, parece una anticipación del desencanto de muchos en una Unión Soviética conducida por la mano dura de Stalin.

Al mismo tiempo, “Aelita” contiene un ingrediente personal que parece favorecer las interpretaciones menos propagandísticas. Tanto como Protazanov, como Alexei Tolstoi, pariente del famoso León Tolstoi, autor de la novela en la que se basa libremente la película, son hombres que luego de una larga estadía en Occidente optaron por retornar a su patria bajo el nuevo régimen. Ambos, como el ingeniero Los, fueron artistas atrapados entre el Pasado, el individualismo permitido para el intelectural en el tiempo de los zares, y el Presente, donde todo exceso de fantasía era un vicio a erradicar.

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Relumbrón y amores traicioneros

Cuando el cine descubrió cómo emitir su propio sonido, tenía que irse al lado opuesto de sus silentes antepasados. Prescindir de los carteles en el diálogo no era la única ventaja, ni la mejor. La revolución estaba en la música popular convertida en la nueva gran atracción del cine. Los padres mudos se convirtieron en abuelos de un momento a otro. Sin embargo, hacer cantar al cine no era una hazaña económica. Muchas cinematografías nacionales que habían brotado lejos del primer mundo, estaban lejos de tener el capital para saltar al sonoro. Nuevos mercados quedaban despejados para los grandes estudios norteamericanos. En cada puerto se reclutó a quienes, con el poder de su voz, serían los más capaces en llenar salas en cada vermouth.

Con el sonoro arrancó la primera incursión agresiva del cine norteamericano a nivel mundial. Las majors comenzaban su hegemonía. La potencial clientela incluía ahora espectadores cuyas lenguas todavía no eran pronunciadas por el celuloide. Para estos públicos, la opción inmediata fue producir versiones en distintos idiomas de una misma película, intercambiando actores. La otra alernativa fue producir películas “originales” con elencos, técnicos, escritores y sonoridad propia del público que se pretende capturar. La rentabilidad máxima era el fin supremo y para ello había que contratar a quien pudiera garantizarla. Para encabezar el star -system hispano de los años treinta, elección inevitable fue Carlos Gardel, ídolo radial en ambas orillas del Río de La Plata, ya registrado con gran éxito en varios cortometrajes. Bajo los reflectores de los estudios de Joinville, cerca de París, Carlos Gardel estelarizó su primer largometraje: “Las luces de Buenos Aires” (1931). Producido por la Paramount, era una película tan “a la medida” que no podía fallar. Gardel en el cine era demasiado cautivante como para verlo solamente una vez. Las plateas exigían que el proyeccionista rebobinara los carretes y las mejores escenas de canto se repitieran.

Además del plato fuerte, la presencia de Gardel, que sin embargo no era el protagonista absoluto, este espectáculo “dedicado” al público rioplatense se completó con gruesas pinceladas de color local y melodrama: gauchos impulsivos, danzas folkloricas, números de varieté, una dama camino a la degradación, fiestas libertinas, bares de aguardiente, congojas entonadas y comicidad ligera. Todo en un relato básico que se inspira en la clásica contradicción entre la gran ciudad y el “interior”. Aunque pintoresco y feudal, el campo siempre vencerá en moral y dignidad a la ciudad, a donde van a perderse los amores y las mujeres virtuosas.

“Las luces de Buenos Aires” inicia cuando un empresario del teatro de variedades aparece en la estancia de Don Anselmo (Gardel), justo cuando los peones están teniendo una fiesta. Allí el empresario queda impresionado por el canto de Elvira, la novia del patrón. Junto con su hermana, que dice ser bailarina, Elvira acepta viajar a Buenos Aires con la promesa de que será convertida en estrella. Mientras tanto el meláncolico Don Anselmo decide quedarse en compañía de sus rústicos sirvientes gauchos. En la gran ciudad, Elvira triunfa en el teatro de inmediato y la noticia llega hasta Don Anselmo que no ve mejor ocasión para entonar una milonga sobre las promesas de amor incumplidas (El rosal). Entonces el patrón decide enrumbar a Buenos Aires para comprobar si su rosal no está seco del todo. Grande es su decepción cuando Elvira, entretenida con sus amigos artistas, desaira a su antiguo amor. Más tarde, Don Anselmo irrumpe en una fiesta donde Elvira, ebria y en paños menores, se entrega a la vida disipada. Corren puñetazos y balazos al aire, un joven artista simpatiza con Don Anselmo y trata de calmarlo: “No es su culpa, es Buenos Aires”. Expiando sus penas en una cantina, Don Anselmo entona “Tomo y Obligo”, el momento más célebre de esta película. Pero como de las mujeres mejor no hay que hablar y un hombre macho no debe llorar, pronto se trasladan a Buenos Aires dos peones de Don Anselmo para encargarse del trabajo sucio. Los gauchos atienden al teatro donde Elvira hace su presentación y desde el palco enlazan a la descarriada como una res. Uno de ellos espanta a los envalentonados con su boleadora mientras huyen. Mientras el bucólico Don Anselmo canta su dolor de vuelta en la remota estancia, los peones le devuelven lo que era suyo: “Aquí venimos a traerle este bulto que se le olvidó allá en Buenos Aires”.


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Misterios del organismo

Maneras de complicarse la vida como cineasta. Por ejemplo, nacer en un país comunista donde la censura pellizcaba todo furúnculo que afeara el rostro terso de las artes oficiales. Hacerse apóstol de un "científico loco" y divulgar su evangelio en celuloide de dudosa santidad. Mostrar a Stalin dando un discurso y, acto seguido, la escultura de un pene erecto. El serbio Dusan Makavejev portaba estas y otras credenciales como pasajero de los caminos no asfaltados del cine. Como director nunca obtuvo el aplauso unánime, ni siquiera con "WR: Mysteries of the Organism" (WR: Misterios del organismo, 1971), posiblemente su obra más reconocida, obtuvo de la crítica algo más que un desconfiado levante de cejas. El pensamiento de Wilhelm Reich, aplicado discípulo de Freud (después caído en desgracia por presunta locura), junto con el irresistible afán de Makavejev de fastidiar, inspiró el mensaje de "WR: Misterios del Organismo". Un comunismo, más utópico si cabe, donde el "amor libre" sería la piedra angular. "Todo totalitarismo se basa en la represión sexual y esta genera neurosis en el individuo". Acto seguido, Makavejev prepara el equipaje del exilio.

Dusan Makavejev nació en Belgrado, capital de un país que ya no existe: Yugoslavia. Como cineasta se alimentó en las cinematecas, a base de películas subterráneas, surrealistas y experimentalismo europeo. Paralelamente, Makavejev había seguido psicología donde, a pesar que lo principal en su Universidad era el estudio de la percepción, tuvo noticias de Wilhelm Reich, aquel psiquiatra que inspiraría más tarde su trastornado "Misterios del Organismo". Los comienzos de Makavejev en el cine se vieron favorecidos por la crisis financiera de los estudios norteamericanos en los 50´s. En busca de abaratar costos, grandes productores se trasladaron a la Europa de post-guerra donde cientos de extras podían costar unos pocos dólares. Belgrado, como otras ciudades, fue uno de los lugares donde se fabricaban películas extranjeras con mano de obra local. Las primeras películas de Makavejev ("Man is Not a Bird", "Love affair") tuvieron como contexto aquella intensa actividad cinematográfica que incluso dio cabida a sus experimentos que comenzaban a afilar los dientes de la controversia.

Wilhelm Reich fue uno de los discípulos engreídos de Freud que pronto se descarriló hacia sus propias teorías. En su última etapa, acusado de demencia por sus detractores, fue perseguido, toneladas de sus libros incineradas y murió en una prisión norteamericana. Sostenía que las enfermedades mentales tenían raíces en el desarrollo sexual de la persona. La cotidiana represión sexual sembrada sobre los niños cosechaba después sociedades de adultos neuróticos. En esto coincidía con los freudianos pero Reich dio un peligroso paso hacia el desprestigio. Vinculado también al Partido Comunista, Reich señaló que la causa de aquella represión sexual era la moral burguesa y la estructura económica que la sostenía. Por lo tanto, mientras persistiera el control de la burguesía no sería posible una verdadera liberación del hombre. De otra manera, la culpa impuesta seguiría contaminando la vida sexual de los individuos y enajenando su salud mental. Tales afirmaciones no gustaron ni a Freud, que más bien era apolítico y burgués, ni a los comunistas, que lo expulsaron tachándolo de idealista. Mientras tanto las investigaciones de Reich iban por su propio camino. Sostenía que mientras más capaz es una persona de tener orgasmos mejor andaba de la cabeza. Acuñó el terminó "orgón" para definir un tipo de energía vital liberada por el cuerpo durante el orgasmo. La neurosis era consecuencia de cuerpos involuntariamente bloqueados al fluir libre de esa energía. A diferencia de los psicoanalistas, que como tratamiento preferían el diálogo prolongado, Reich optaba por una terapia centrada en la respiración, en estiramientos y masajes, para desatorar el paso de la "energía orgónica". Tales métodos serían de gran aceptación hoy en nuestras sociedades ahora neuróticamente obsesionadas con la salud sexual. Reich tendría un séquito de orientalistas y sexólogos new age, best sellers lo aclamarían, pero en los años cincuenta conceptos tales ruborizaban los cachetes de occidente. Wilhelm Reich, luego de huir de Alemania, terminó en Estados Unidos donde le fue peor. Además de su pasado comunista estaba la progresiva radicalización de sus ideas. Una corte decretó que sus libros fueran condenados a la hoguera, cual inquisición, y fue justo por aquel entonces cuando el joven Dusan Makavejev se interesaba por conseguir un ejemplar.

“WR: Misterios del Organismo” es en buena medida una reinvidicación subversiva de Wilhelm Reich (a él se refieren las iniciales del título). Un porcentaje es documental sobre su vida y sus curiosos procedimientos; otro tanto una ficción juguetona y panfletaria sobre una bella militante de Reich que pregona, para los vecinos de su edicifio, el amor libre cómo la auténtica revolución; otra fracción son vistazos a un hombre que, en New York, se moviliza por edificios gubernamentales en hippesca protesta: disfrazado de soldado del neolítico con un rifle de juguete; otra pizca de un travesti neoyorquino que come helados mientras pasea con su novio; una porción de material de archivo: discursos de Stalin, sanatorios, muchedumbres en conmemoraciones revolucionarias, una sesión de electroshock y viejas películas de propaganda soviética. Elementos y lineas argumentales que se entremezclan, dialogan entre sí para tejer un escarnio colorido al “fascismo rojo”. Una composición inducida por inocultables ganas de provocar y el oficio de un director no muy dado a escribir guiones.

Makavejev es el alumno más díscolo de Eisenstein. Según él, su uso del “montaje diléctico” era la interpretación más cercana al ideal del maestro ruso, gracias al sentido del humor que aquel no podía permitirse. En “Misterios del Organismo”, la contradicción es el adhesivo que une a los pedazos yuxtapuestos. En el collage se encuentran sentidos que van de lo estúpido a lo inquietante. El efecto acumulativo es la sensación de una sociedad ofuscada por una contradicción clásica: la política estatal y su afán de arbitrar el deseo sexual. Pero incluso el caos es solo una parte, Makavejev no se anda con rodeos en expresar su máximo disgusto con el sistema stalinista. La historia de Milena, la activista, está fabricada con simbolos y líneas de díalogo más que transparentes en su crítica, aunque también con mucho de retóricas. Milena seduce a un “artista del pueblo”, un bailarín ruso, tocayo de Lenin, llamado Vladimir Ilich. Pero su acercamiento es más bien un diálogo platónico entre Lenin/Stalin y Wilhelm Reich, aliviado por la presencia de la roommate de Milena que va desnuda por la vida, una chica nada verborreica y bastante prácticante del amor libre. Haciendo explotar la simbología, la atracción entre Vladimir Ilich y Milena se consuma en la decapitación de la mujer con el patín stalinista de su amante. En la sala de autopsias, la cabeza después hablará para gritar “fascista rojo”. Material de este calibre político, además sazonado con imágenes sexuales más gráficas de lo habitual, no podía más que causar perplejidad a ambos lados de la Cortina de Hierro. Para unos, fue una insolencia mayor: el director tuvo que partir al exilio y su película esperó siete años para ser vista en Yugoslavia. Para la otra orilla, era una extravagancia venida del mundo comunista, poco conocido por los filtros de la desinformación. Hoy, tal vez avejentado para nuestros ojos, pero valiosa reliquia de un tiempo en los que incluso el sexo podía ser un asunto político.

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Cómo conseguirla:
Se consigue en el Emule pero sólo en versión original en inglés y serbio (subtitulado al inglés). Subtítulos al español no he encontrado.

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