Juguemos en el bosque

Y yo que comenzaba a sentirme insensible ante el shock cinematográficamente provocado. Un día me encuentro, un segundo después de los títulos en francés, con dos caballos fornicando. Desconcertante hardcore equino: la vulva palpitante de la yegua y un falo del tamaño que no te imaginas, mostrados con la cercanía de quien se complace con la cópula humana. Después de esta poderosa escena de amor bestial, no queda duda que “La bête” (La bestia, 1975) invoca, de entre más oscuros tabúes, a la zoofilia. Pero no se trata del vicio de tu vecina por el cunnilingus incansable de su perro, sino del asalto carnal que habría cometido King Kong contra la frágil Fay Wray, de haber tenido varios metros menos.

Venerado primero y maldecido después, el polaco Walerian Borowczyk era un artista de intensa imaginación. Comenzó como uno de los diseñadores más aplicados del otro lado de la cortina de hierro. Como en su país el cine venido de Occidente no tenía la obligación de ser comercial, Borowczyk y otros artistas produjeron para las marquesinas polacas los afiches de cine más vanguardistas de los que se tiene noticia. Su primera vocación dentro del cine fue en el campo de la animación. Entre Polonia y Francia, en solitario o asociado con otros artistas, construidos con técnicas como stop motion, el collage o la cámara en reverso, sus cortometrajes estaban imbuidos de surrealismo, psicología y fascinación por los objetos antiguos: las ensoñaciones de una mujer aburrida en su casa (Dom, 1958), la reconstrucción de objetos destruidos por una bomba (Renaissance, 1963) o un campo de exterminio dirigido por ángeles (Jeux des Anges, 1965). Con trabajos como aquellos, Borowczyk se ganó todos los laureles hasta que decidió incursionar en el cine de acción real. A partir de entonces recibiría la mirada despectiva de parte de la crítica y el público francés comenzaría a llamarlo “Boro” en tono pícaro.

Convencido de que allí donde la moral y la religión asfixian a la sociedad, el sexo es mucho más rico; el cine de Boro, el erotómano, mostraba predilección por los corsés, los consoladores decimonónicos, las monjas reprimidas, las abultadas prendas íntimas medievales, el Marqués de Sade, los cinturones de castidad, los aristócratas decadentes, el incesto, la necrofilia, las sábanas bordadas, los espejos con marcos tallados, las cajitas de música, los castillos, los confesionarios, en fin todo lo relacionado a un tiempo en que sexualidad, culpa y reprimenda eran la misma cosa. Si primero Borowczyk había dado vida a objetos inanimados, ahora Boro los hacía transpirar de pasión sexual. En sus películas la puesta en escena está erotizada al detalle. Los cuerpos y las cosas participan de ritos que divagan entre sagrado y lo profano, donde lo sexual triunfa como una fuerza primaria y transgresora que genera conductas turbulentas y amenaza la estabilidad hipócrita.

“La bestia” es para muchos la mejor película de Boro. Es lo que imaginabas pasó entre líneas en el cuento de Caperucita y el Lobo pero que tu mamá resumía diciéndote simplemente “se la comió”. El cuento de Boro, que bebía de fuentes literarias, te aclara que allí donde una bestia posea a una bella correrán ríos de semen. En una rancia familia aristocrática venida a menos, el Marqués de la Esperanza pacta el matrimonio de su hijo Maturín con una joven y hermosa heredera inglesa. Aunque Maturín es un hombre apocado de quien se presume alguna tara física y que se complace de observar a sus caballos copular, Lucy Broadhurst y su familia han aceptado consumar la boda. Entonces Lucy y su tía visitan la mansión, rodeada de un frondoso bosque, para pasar unos días allí mientras los papeleos religiosos se resuelven. Pero como el cardenal no tiene apuro en llegar y dar su bendición a la pareja, Lucy se la pasa en una habitación tomando siestas y sintiéndose excitada por las fotografías de acoplamiento equino que Maturín dejó por ahí y en especial por el relato del Duque de Balo, un pariente descontento con el matrimonio acordado, acerca de una bella antepasada que dos siglos atrás había sido atacada por una bestia en el bosque. Lucy, con un encantador tul transparente, revolotea en la cama y fantasea con Romilda de la Esperanza y su velludo amante del siglo XVIII.

Boro detestaba que el cine de horror castigara la sexualidad presentándola como el preludio de la violencia y la muerte. En respuesta a criaturas de la laguna, hombres lobo y zombies, Boro creó para “La bestia” al menos atemorizante y más sexual de los monstruos. Una fiera completamente cubierta de pelo oscuro, con cabeza de lobo, que se moviliza más o menos erguido y porta un grotesco pene en perpetua erección. Romilda es sorprendida en medio del bosque por la bestia con toda intención de violarla. Como el camino es sinuoso, la desesperación apremiante y los vestidos abundantes e imprácticos para la huída, Romilda va perdiendo prendas algunas atascadas entre las ramas, otras arrebatas por la bestia. Si otros monstruos bañan en sangre a sus víctimas, este en cambio es un eyaculador incansable. Su excitación no encuentra reposo a pesar de venirse varias veces durante la persecución ya sea frotándose con un corteza, con la peluca de la doncella o mediante un involuntario footjob de Romilda, colgada del árbol que intentó trepar.

No es sorprendente que “La bestia” haya causado tremendo impacto en el público y, naturalmente, en los censores que inmediatamente afilaron sus tijeras. Un crítico la calificó de ser una mezcla de cuento de hadas, divagación freudiana y show voyerista. Y así muchos quedaron sin saber cómo reaccionar ante un film tan desafiante que graficaba de manera tan peculiar el contraste entre la ensoñación erótica y las convenciones sociales, que aludía al matrimonio convenido con una metáfora tan chocante como la fornicación de los caballos y que mezclaba el sexo y la violencia de una manera que nada tenía que ver con la reprimenda sino con la libertad de la fantasía, todo esto en un tiempo en que la violencia en el cine alcanzaba niveles nunca vistos antes.

A pesar del terrible recibimiento de “La bestia”, Boro ya era un director amado por los erotómanos franceses. Tenía varias películas de habían sido éxitos rotundos entre el público intelectualmente calenturiento: “Goto, l’île d’amour” (1968), “Blanche” (1972) y especialmente, “Contes immoraux” (1974). Después de “La bestia”, Boro continuó con otra película muy iconoclasta “Interior de un convento” (1978) que como imaginarán, se deleita mostrando a monjas lidiando entre la culpa y las ganas de matarse a pajas. Sin embargo, su cine posterior parecía caer cómodamente dentro de los estándares del soft-core, incluso llegó a dirigir “Emmanuelle V” (1987).

En lo personal debo a Walerian Borowczyk o Boro haberme acercado a la más fina sensualidad visual desde tierna edad mediante aquel programa de TV, fundamental en la educación erótica de mi generación, la Serie Rosa. Programa donde la carne expuesta era poca aunque los prolegómenos eran lo suficientemente estimulantes como para que valiera la pena esperar despierto a que termine el programa deportivo que ponían antes. Boro dirigió 4 episodios de la serie entre 1986 y 1991 (“Almanaque de las direcciones de las señoritas de París”, “Experte Halima”, “El Loto de oro” y “Un tratamiento justificado”). Recuerdo que eAlmanaque” me impresionó mucho más que cualquier otro episodio de la serie. Oh, tiempos de sutileza que no volverán.


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4 comentarios:

elzo dijo...

Como dato curioso no sé si es en almanaque o en otro episodio de la Serie Rosa que aparece una jovencísima Penélope Cruz, aunque muy casta ella eso sí.

Iván dijo...

No la...
no se si podré verla, no pude con nekromantik 2, con esto no creo

Anónimo dijo...

Amigo Andrés.

Esta película estaba en vhs en Chile y recuerdo haberla visto, justamente me llamó la atención que era una película de terror "rara". Pero a juzgar por la descripción de escenas que cuentas, la versión en Chile tuvo muchos cortes... los milicos y su criterio cinematográfico...

Un abrazo amigo

Eduardo Albornoz

Mayka dijo...

Interesantísimo, muchas gracias!