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“Los mismos que la filmaron, murieron devorados por salvajes caníbales”, eso decía, más o menos, el comercial de televisión. Tenía seis años cuando llegó “Cannibal Holocaust” (1980) a Lima. La controversia mundial la antecedía, naturalmente el estreno debía publicitarse. Filme insólito y no apto para menores: sus autores fueron digeridos por el mundo caníbal que intentaron penetrar. Obviamente, mis padres no me llevaron a verla. Me bastaba con ver (¿u oír?) el comercial para que me costara dormir de tanto imaginar ser comido por un caníbal mientras lo estoy filmando. Desde entonces traté de evitarla, incluso después de saber que todo era fingido. Pero ya la vi. Me resultó tan contradictoria, audaz y perversa que no podía seguir ausente en un blog de esta naturaleza.
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Hombres detrás del sol
Es admirable la persistencia de un cineasta en el descredito. Al concluir la premiere de “Men behind the sun” (hēi tài yáng 731), 1988, el público permaneció en silencio durante varios minutos, devastado en las butacas. Mou Tun-fei, el director, diría después que en China su película llegó a recaudar dieciséis paros cardiacos durante su cortísima temporada. “Men behind the sun” no tuvo publicidad alguna, ni siquiera afiche, el público no había sido advertido. Se apagan las luces y te apuñalan en los ojos. Un film sobre el genocido debe cobrar víctimas: matar la cómoda ignorancia y el esfuerzo por olvidar. “Men behind the sun” versa sobre los experimentos “científicos” que ejecutó Japón contra ciudadanos chinos.
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En compañia de lobos
El hombre es el lobo del hombre y es de personas civilizadas temer al hombre-lobo. Desde tiempos remotos los pueblos han cultivado la preocupante creencia de un ser humano capaz de mutar en bestia para asesinar al prójimo. Para la Europa cristiana y su visión de sí misma como el rebaño de Dios, naturalmente tenía que ser el lobo la mascota de Satán. En otras regiones del mundo: tigres, osos, hienas, se encargarían de la tarea. Infinidad de pruebas existen de que las supersticiones son cosa seria, pueden dirigir la vida cotidiana y hasta producir decretos supremos. En Argentina, desde 1973, el Presidente debe, por ley, apadrinar a los séptimos hijos para aplacar la marginalización que estos sufrían por ser considerados portadores de la maldición del “lobizón”. Las séptimas hijas reclamaron de inmediato también beneficiarse del padrinazgo presidencial, ellas también podían convertirse en mujeres-lobo. No sabemos si después los lobizones pasan a ocupar puestos al servicio del gobierno.
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La materia del odio
Los pensamientos son materia. Y los cuerpos energía pensante. Uno puede zambullirse en la depresión hasta que un día ya no es solamente ese desaliento con su peso inmaterial, de repente te lo encuentras bien dibujado en tus radiografías, biopsias o electrocardiogramas. Aquel pensamiento terminó de horadar tu cráneo, ahora prospera por su cuenta a expensas de tu cuerpo. El amor puede corromperse tanto que puedes despertar junto a un organismo con tentáculos a quien dejarás succionar toda tu lucidez. Y esto es lo que ocurre en “Possession” (1981) de Andrzej Zulawski. El odio vuelto materia voraz.
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Viva la muerte
Las camisas azules ya desfilaban por las ciudades derrotadas. La guerra en España acababa de terminar y los vencedores se relamían por liquidar a sus últimos enemigos. “¡Viva la muerte!”, gritaban necrofílicos los altoparlantes en los pueblos. Tú, comunista, enemigo de Dios, que te escondes en un sótano, protegido temerosamente por tus familiares, te vamos a encontrar y te vamos a meter una bala por el culo. “Así tengamos que matar a la mitad de la población”. Un niño, llamado Fernando Arrabal, perdió a su padre. Fue llevado a prisión en espera del plomo. Por ahí dicen que logró fugarse, pero nadie lo volvió a ver. Mucho tiempo después, cuanto Francisco Franco y su régimen ya desfallecían de senectud, Arrabal realizó un film de vena surrealista inspirado en su infancia de pesadilla que nadie podría ver en la España dormida. “Viva la muerte” (1970).
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El mirón
“Peeping Tom” (1960) era una película aborrecible. La prensa gritó indignada: los responsables debían ser castigados, los negativos incinerados y su director apartado de su oficio. Un crítico dispuso que fuera lanzada a una cloaca, pero aún así, advirtió, seguiríamos percibiendo su hedor. Y así fue. Su “pestilencia” en lugar de disiparse es más intensa que nunca. Pero eso vino mucho después. En el mismo año en que se estrenó la clásica “Psicosis” (1960), el director Michael Powell lanzó su propia cinta sobre un psicópata. El problema fue que aquel lunático era aficionado al cine y cómplices de sus asesinatos eran todos aquellos que observaban, confortablemente hasta entonces, en la sala oscura.
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El triunfo del titiritero
Me pregunto cómo fue posible que no me enamorara de la niña Jennifer Connelly. Ella tenía 14 años y su rostro ya era la perdición para la cámara. ¿Será porque la conocí a través de un televisor pequeño y a blanco y negro? No creo. La razón es que a los ocho años ninguna niña puede ser más fascinante que aquella galería de duendes jaraneros y esas escenografías de pesadilla del film favorito de mi infancia, “Laberinto” (1986).
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La fascinación del sadismo
¿Cómo lidiar con el pasado que más ha asqueado a la gente consigo misma? Tal vez encontrándole un gusto retorcido a ese asco. Si hay películas que nos han golpeado la retina con severas representaciones del Holocausto, hubo otras que lo utilizaron como vago pretexto histórico para fantasear sádicamente. Olvídate de los desdichados con la piel pegada a las costillas y de la alienación de miles que abrazaron el nazismo. Olvídate de las razones y el después. “Ilsa, She wolf of the SS” (1974) te presenta a una comandante nazi, aunque cruel como ninguna, pero rubia, pechugona y ninfómana. La desnudez de los prisioneros no es de lamentar. Muchachas esbeltas con copiosas matas de vello púbico y buena disposición para resistir experimentos macabros. Con ustedes, el Naziexplotation. La misma misoginia, y más sangre, pero además esvásticas, cuero negro y retratos de Hitler.
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Metal y melancolía
Ese fue el momento que más me conmovió del documental “Metal y melancolía” (1993). Heddy Honingmann, su directora, con cámara de la televisión holandesa, va de taxi en taxi por la ciudad de Lima, captando historias de agonizantes de la clase media. En uno de los viajes, Honingmann se entera que tiene como chofer a Jorge Rodríguez Paz, un actor cuya cara se recuerda de roles secundarios como señorón achorado y autoritario. Ella, al principio, no le cree. Paz hasta se pone unos anteojos y, frente al volante, interpreta su personaje de “La ciudad y los perros” (1985), el apenado padre del Esclavo. Sí, es él. Salió en películas y televisión, pero aquí está, jodido como todos, una cara conocida haciendo taxi. Antes en la conversación, Paz le había preguntado a su pasajera si estaba interesaba en comprar unos lapiceros (“mire no son Parker, pero escriben igualito”) o unos alfajores que “son la muerte”. “Casi da vergüenza ofrecerlos”, se disculpa con vergüenza.
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No mires atrás
Ningún conflicto bélico ha sido tan fascinante para el cine como la Segunda Guerra Mundial. Será porque el cine mismo tuvo que combatir en ella como arma de propaganda o como reportero. En las más atroces batallas, al costado de las ametralladoras solían instalarse las cámaras. Mientras se apilaban cadáveres en los campos, hubo alguien que no pudo resistir el poder de la escena y la registró en celuloide para nuestro dolor futuro. Es la guerra mejor documentada. Hilter seguirá por siempre descendiendo del cielo en “El triunfo de la voluntad” (1935) y los prisioneros judíos seguirán elevándose al cielo como humo desde los hornos de cremación.
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Un modesto apocalipsis
Repentinamente me acordé de esas siete esferas gigantes con siete púas como cuernos: una bestia vaticinada en el Apocalipsis. No sé porqué la imagen se paseó por mi mente, pero la agarré de los pelos y traje de vuelta a una de las películas para adultos que más me impresionaron en mi niñez. La vi por televisión en una hora en que se suponía los niños dormían. Recuerdo que, además de ciertas escenas violentas, me impactó su fatalismo feroz. Cuando el Diablo quiere algo no hay quien lo pare. “Holocaust 2000” (1977) es una película apocalíptica hecha en un tiempo en el que era comercial anunciar el fin del mundo para el 2000, yo la vi bastante después cuando el mundo estaba una década más cerca a su final.
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Postales de época
Jacopetti y Prosperi, aquel dúo de documentalistas italianos, habían dado vuelta al mundo buscando coloridas peculiaridades humanas para sorprender a una audiencia que poco imaginaba lo que podía ocurrir cruzando el Mediterráneo. En “Mondo Cane” (1962), su primer y mayor éxito, presentaron un estilo de documental mucho menos acomedido en conservar sereno a su público. Su cámara pretendía actuar como un sincero reportero gráfico de la crudeza de la naturaleza, pero eso sí, bellamente adornada con espléndida música y una fotografía excelsa. Frente a sus películas la indiferencia era imposible. Espectadores atacados por taquicardias y arcadas, las despreciaban con pasión. Otros quedaron culposamente fascinados ante la extrañeza que desafiaba a sus ojos. Para algunos de estos se creó después el “mondo”, la rama más torcida brotada del cine.
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El fantasma de la máquina
Donald Cammell no era en absoluto un artista indiferente a las preocupaciones de sus productores. Cuando su película, “Wild Side” (1997), fue reeditada y recortada por quienes temían que su narrativa no lineal y su excesiva crudeza sexual la hicieran invendible, el desilusionado Cammell tuvo otro buen motivo para pegarse un tiro en la cabeza. Así lo hizo, pero no murió de inmediato. Su mala puntería le otorgó 40 minutos de agonía consciente. Pidió a su esposa que sostuviera un espejo para que pudiese apreciar la película de su muerte. Dejó para el recuerdo cuatro cintas de una carrera de casi treinta años. Una de ellas, la que tenía en menor estima y realizó por encargo de un gran estudio, es “Demon Seed” (Engendro mecánico, 1977). A pesar de su desinterés por la Ciencia Ficción, o quizá por eso, Cammell dio al género una de sus obras más sustanciosas. Una supercomputadora y su empeño de procrear un hijo con una mujer. El “fantasma de la máquina” quiere sentir el sol en la cara.
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Los renacidos
El cine a veces convierte a las más acariciadas utopías en pesadillas que nadie quisiera soñar. Un hombre de mediana edad, asfixiado por el confort material y autista de emociones, llega casi por casualidad a una empresa que vende el renacimiento. Radicales cirugías lograrán que, con sus ojos de siempre, observe en el espejo un rostro que nunca vio. Pero la solución al vacío interior no es una nueva envoltura. Demasiado sombría e intensa para su tiempo, “Seconds” (1966) de John Frankenheimer, no oyó aplausos ni de los críticos más vanguardistas y fue olvidada por largo tiempo. Si después resultaron novedosas las historias de identidades físicamente transformadas o trasplantadas, como en “Abre los ojos”, por ejemplo, era porque “Seconds” había sido vista por pocos.
“Seconds” fue el primer fracaso comercial de John Frankenheimer. Este director, formado en la televisión, ni bien entró al cine acertó con una seguidilla de grandes éxitos de taquilla y de crítica (“Birdman of Alcatraz”, 1961; “The Manchurian Candidate”, 1962; “Seven Days in May”, 1964; “The Train”, 1964). Por sus películas se lucían los mejores actores del momento y después el Oscar siempre acudía a mimarlos. Pero “Seconds”, fuera del reconocimiento de la Academia por la fotografía, sólo obtuvo en ambas orillas del Atlántico antipatía por su elaborado pesimismo. Ni Rock Hudson, un arquetípico galán de los 50`s: altísimo, mandíbulas rotundas y entradas pronunciadas, dando vida a un personaje cuyo rostro representaba una proeza de la cirugía plástica, pudo impedir que este film sufriera de esa indiferencia inicial. Aunque tiempo después fue rescatada y conocida como una película de culto poco conocida, fue recién con el DVD que “Seconds” renace definitivamente. Es decir, ahora nomás.
“Seconds” (estúpidamente conocida en español como “Plan diabólico”) reunía varios ingredientes para ser incomprendida. Presentaba un tratamiento visual adelantado a su época al servicio de un relato mordaz sobre aquellos hombres de maletín y traje gris que lo habían dado todo por alcanzar el Sueño Americano. Algo doblemente inesperado viniendo de un cineasta que había aprendido a usar una cámara en la Guerra de Corea, rodando registros para la Fuerza Aérea, y cuyos mayores éxitos en el cine versaban sobre intrigas políticas, magnicidios y otras ansiedades de la Guerra Fría. “Seconds”, en cambio, venía de una novela de Ciencia Ficción que reflexionaba sobre el costo y la naturaleza de la libertad con una conclusión nada alentadora.
En “Seconds” todo ocurre veloz y confusamente ante la mirada perpleja de su protagonista y los espectadores, en el mismo grado de incertidumbre. Arthur Hamilton es un hombre maduro, adinerado, distanciado de su esposa y cansado de la vida. Un día recibe la llamada de un amigo de juventud que creía muerto. El sujeto le insiste que acuda a una dirección. Las llamadas persisten, Hamilton se refugia en su hermetismo pero un día se siente impulsado a acudir. Llega a las oficinas de una compañía clandestina. El motivo que lo trajo a ese lugar todavía le es confuso hasta que un anciano, el jefe de la Compañía, le explica qué ha venido a buscar. Los lazos afectivos que lo unen con la vida son tan tenues que nadie lamentaría mucho si Hamilton muriera, ni siquiera él mismo. Antes que su vida se hunda completamente en la deshumanización, la Compañía le ofrece un cadáver que le dará defunción oficial y una segunda oportunidad de ser feliz bajo otra cara, otra edad y otras ocupaciones. Hamilton es sometido a cirugías que cambiarán radicalmente todo lo que recuerde a su anterior identidad. “Incluso operaremos sus tendones para que tenga otra caligrafía”. Arthur Hamilton es reinsertado como Antiochus Wilson, un pintor exitoso que residirá en Malibu, California. Sus obras de arte y estatus social ya han sido previamente resueltos por la Compañía: “Usted ya ha sido aceptado”. Ahora sólo debe ocuparse de pasar por su nueva vida lo mejor que pueda, como quien toma unas vacaciones permanentes de sí mismo.
El denso clima de angustia del film se logra con la exaltación del plano subjetivo, triunfo del director de fotografía James Wong Howe. Desde la presentación de los créditos, “Seconds” se regodea en la deformación. Una pesadilla se debe mirar con “ojos de pez”, en blanco y negro, con primerísimos planos y una exagerada profundidad de campo. Además “Seconds” es pionera en el artilugio de fijar una cámara a un actor, mediante un arnés, para lograr planos donde el sujeto se mantiene fijo mientras el fondo se remece a cada paso. El inequívoco desconcierto de esta técnica ha sido explotado, hasta el cansancio, por películas que vendrían mucho después. Toda esta truculencia, sumada a la música que aporta su toque de malicia, plasmaron tan bien las inquietudes de Hamilton/Wilson que hicieron de “Seconds” la peor opción para el espectador que gustaba salir del cine relajado y reconciliado con la rutina.
En otro momento del film, Hamilton/Wilson descubre que su nueva vida, a la que no puede adaptarse aún, persigue el mismo sinsentido de la que abandonó. Como haría cualquier cliente haciendo uso de sus derechos, acude a la Compañía en demanda de una “tercera oportunidad”. El anciano le dice decepcionado: “Confiaba que conseguiría convertir su sueño realidad”. “Creo que nunca tuve ningún sueño", responde el cliente. "Si tuve alguno de seguro no fue el de ser Antiochus Wilson”. Entonces es llevado nuevamente a la sala de operaciones…
Después de “Seconds”, para Frankenheimer el sueño parecía terminar. Estados Unidos despertaba un día con la noticia del asesinato de John F. Kennedy y muchos se acordaron de Frankenheimer como el ave de mal agüero que había mostrado, cinco años antes, en “The Manchurian Candidate” un atentado del mismo estilo contra un presidente estadounidense. Desmotivado, Frankenheimer se marchó a Europa donde le fue tan mal como cineasta que decidió estudiar para chef. En los 70´s regresó a USA para retomar una carrera que ahora alternaría con un alcoholismo tenaz. Tuvo algunos éxitos aislados en los años posteriores pero no pudo librarse la fama de ser un director al que se le habían terminado las buenas ideas hace tiempo.
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“Seconds” fue el primer fracaso comercial de John Frankenheimer. Este director, formado en la televisión, ni bien entró al cine acertó con una seguidilla de grandes éxitos de taquilla y de crítica (“Birdman of Alcatraz”, 1961; “The Manchurian Candidate”, 1962; “Seven Days in May”, 1964; “The Train”, 1964). Por sus películas se lucían los mejores actores del momento y después el Oscar siempre acudía a mimarlos. Pero “Seconds”, fuera del reconocimiento de la Academia por la fotografía, sólo obtuvo en ambas orillas del Atlántico antipatía por su elaborado pesimismo. Ni Rock Hudson, un arquetípico galán de los 50`s: altísimo, mandíbulas rotundas y entradas pronunciadas, dando vida a un personaje cuyo rostro representaba una proeza de la cirugía plástica, pudo impedir que este film sufriera de esa indiferencia inicial. Aunque tiempo después fue rescatada y conocida como una película de culto poco conocida, fue recién con el DVD que “Seconds” renace definitivamente. Es decir, ahora nomás.
“Seconds” (estúpidamente conocida en español como “Plan diabólico”) reunía varios ingredientes para ser incomprendida. Presentaba un tratamiento visual adelantado a su época al servicio de un relato mordaz sobre aquellos hombres de maletín y traje gris que lo habían dado todo por alcanzar el Sueño Americano. Algo doblemente inesperado viniendo de un cineasta que había aprendido a usar una cámara en la Guerra de Corea, rodando registros para la Fuerza Aérea, y cuyos mayores éxitos en el cine versaban sobre intrigas políticas, magnicidios y otras ansiedades de la Guerra Fría. “Seconds”, en cambio, venía de una novela de Ciencia Ficción que reflexionaba sobre el costo y la naturaleza de la libertad con una conclusión nada alentadora.
En “Seconds” todo ocurre veloz y confusamente ante la mirada perpleja de su protagonista y los espectadores, en el mismo grado de incertidumbre. Arthur Hamilton es un hombre maduro, adinerado, distanciado de su esposa y cansado de la vida. Un día recibe la llamada de un amigo de juventud que creía muerto. El sujeto le insiste que acuda a una dirección. Las llamadas persisten, Hamilton se refugia en su hermetismo pero un día se siente impulsado a acudir. Llega a las oficinas de una compañía clandestina. El motivo que lo trajo a ese lugar todavía le es confuso hasta que un anciano, el jefe de la Compañía, le explica qué ha venido a buscar. Los lazos afectivos que lo unen con la vida son tan tenues que nadie lamentaría mucho si Hamilton muriera, ni siquiera él mismo. Antes que su vida se hunda completamente en la deshumanización, la Compañía le ofrece un cadáver que le dará defunción oficial y una segunda oportunidad de ser feliz bajo otra cara, otra edad y otras ocupaciones. Hamilton es sometido a cirugías que cambiarán radicalmente todo lo que recuerde a su anterior identidad. “Incluso operaremos sus tendones para que tenga otra caligrafía”. Arthur Hamilton es reinsertado como Antiochus Wilson, un pintor exitoso que residirá en Malibu, California. Sus obras de arte y estatus social ya han sido previamente resueltos por la Compañía: “Usted ya ha sido aceptado”. Ahora sólo debe ocuparse de pasar por su nueva vida lo mejor que pueda, como quien toma unas vacaciones permanentes de sí mismo.
El denso clima de angustia del film se logra con la exaltación del plano subjetivo, triunfo del director de fotografía James Wong Howe. Desde la presentación de los créditos, “Seconds” se regodea en la deformación. Una pesadilla se debe mirar con “ojos de pez”, en blanco y negro, con primerísimos planos y una exagerada profundidad de campo. Además “Seconds” es pionera en el artilugio de fijar una cámara a un actor, mediante un arnés, para lograr planos donde el sujeto se mantiene fijo mientras el fondo se remece a cada paso. El inequívoco desconcierto de esta técnica ha sido explotado, hasta el cansancio, por películas que vendrían mucho después. Toda esta truculencia, sumada a la música que aporta su toque de malicia, plasmaron tan bien las inquietudes de Hamilton/Wilson que hicieron de “Seconds” la peor opción para el espectador que gustaba salir del cine relajado y reconciliado con la rutina.
En otro momento del film, Hamilton/Wilson descubre que su nueva vida, a la que no puede adaptarse aún, persigue el mismo sinsentido de la que abandonó. Como haría cualquier cliente haciendo uso de sus derechos, acude a la Compañía en demanda de una “tercera oportunidad”. El anciano le dice decepcionado: “Confiaba que conseguiría convertir su sueño realidad”. “Creo que nunca tuve ningún sueño", responde el cliente. "Si tuve alguno de seguro no fue el de ser Antiochus Wilson”. Entonces es llevado nuevamente a la sala de operaciones…
Después de “Seconds”, para Frankenheimer el sueño parecía terminar. Estados Unidos despertaba un día con la noticia del asesinato de John F. Kennedy y muchos se acordaron de Frankenheimer como el ave de mal agüero que había mostrado, cinco años antes, en “The Manchurian Candidate” un atentado del mismo estilo contra un presidente estadounidense. Desmotivado, Frankenheimer se marchó a Europa donde le fue tan mal como cineasta que decidió estudiar para chef. En los 70´s regresó a USA para retomar una carrera que ahora alternaría con un alcoholismo tenaz. Tuvo algunos éxitos aislados en los años posteriores pero no pudo librarse la fama de ser un director al que se le habían terminado las buenas ideas hace tiempo.
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Ellos viven, nosotros dormimos
¿Alguna vez has pensado que quienes están convirtiendo este planeta en un cubo de cemento, quienes nos infectan con la ansiedad del consumismo, quienes canjean la salud de la naturaleza por la prosperidad de sus chimeneas, quienes nos convencen que hacernos viejos es un problema más preocupante que seguir siendo ignorantes, son en realidad alienígenas? Sólo a una raza de otro planeta no le importaría arruinar este, y menos aún si lo hace por negocios. Viendo televisión en los ochentas, John Carpenter encontró inspiración para el mejor relato de conspiración salido de la Ciencia Ficción, “They Live” (Ellos viven, 1988).
A pesar de haber demostrado ampliamente su efectividad, con sus clásicos “Halloween” (1978) o “The Thing” (1982), John Carpenter volvía a ser un esforzado artífice del bajo presupuesto. Sus recientes proyectos de horror y fantasía, aunque de gran calidad, no siempre habían colmado las expectativas de quienes habían invertido en hacerlas realidad. A finales de los 80´s, en el declive comercial de su cine, Carpenter se ve obligado a tocar muchas puertas y aceptar las condiciones del timorato capital. Su nuevo proyecto brotaba de la vieja literatura de Ciencia Ficción, fascinación de su infancia y de sus películas. Un cuento ("Eight O'Clock in the Morning", 1963, de Ray Nelson), la adaptación al comic del mismo, más las agrias reflexiones del director respecto a la sociedad norteamericana, fueron la materia prima de “They Live”.
Mientras que los gobernantes se relamían por el inminente triunfo del capitalismo en la Guerra Fría; los yuppies huían, en sus costosos trajes, de ser alcanzados por el adjetivo tan temido de loser; y la televisión se ocupaba a fondo en hacer de la felicidad una nueva acepción de “comprar”, Carpenter quería contar la historia de un paria, desempleado, solitario y sin hogar que sorpresivamente descubre camuflada entre los humanos una raza de alienígenas que lleva las riendas del Sistema. Para ello necesitaba un héroe de comic, un actor cuyo rostro reflejara muchas batallas perdidas y su cuerpo la fuerza suficiente para enfrentarse a todos.
Para el papel Carpenter tenía en mente a Roddy Piper, un famoso luchador que por ese entonces anunciaba su retiro del ring para probar suerte como actor. De adolescente, Piper había entrado a la lucha libre para no seguir durmiendo en la calle. Su agresividad le rindió primero para salir del hambre y, tiempo después, para hacerse un lugar en la lucha profesional. En este mundo, donde la fanfarronería, las rencillas teatrales y el exceso de testosterona eran ingredientes esenciales, Piper estuvo entre los villanos más viles. Para encolerizar a sus rivales, Piper no escatimaba insultos racistas, bromas crueles y golpes a traición. Su provocador desempeño frente al micrófono le brindó mucha popularidad. Algunos golpes bajos verbales, algún cacareo previo, eran el mejor lubricante para las llaves de lucha más perversas. A mediados de los 80´s, Roddy tuvo su primera experiencia con las cámaras como anfitrión de un programa de TV, Piper´s pit, donde intercambiaba insultos con sus invitados para luego resolver diferencias en el ring. Pero tiempo después ya cansado de aquella vida y con algunas lesiones a cuestas, Roddy Piper anunció su retiro en WrestleMania III (1987). Entre el público estaba John Carpenter que, luego del triunfo, fue a buscarlo para ofrecerle el que sería su mejor match como actor.
Además de su inexperiencia actoral, Piper tuvo que superar la dificultad de expresar cierta sensibilidad en un semblante más bien ejercitado para la bronca. Además el personaje que compuso Carpenter, a partir de largas conversaciones, compartía los mismos traumas juveniles que su intérprete: maltrato doméstico y vida callejera. Es así como Nada, llamada así por su insignificancia para el mundo que lo margina, llega a Los Angeles en busca de empleo como obrero de construcción. Como no tiene donde dormir, otro obrero, Frank (interpretado por Keith David que había destacado en “La Cosa”), lo lleva a un barrio de casuchas improvisadas donde malviven otros homeless. Allí, mientras un grupo ve la televisión, Nada observa que la señal es interrumpida por la imagen de un hombre que los exhorta a “despertar”. Durante la interferencia las personas se quejan de dolores de cabeza que sólo desaparecen cuando la señal y el programa de modas son repuestos. Nada encuentra, en los alrededores, el lugar desde donde se hicieron esas transmisiones. Allí un cartel reza “ellos viven nosotros dormimos”. Nada no puede hacer más averiguaciones porque poco después llega la policía con tanques y helicópteros para barrer con todo. Nada logra huir llevando consigo una caja que encontró en la guarida de los revolucionarios. Pero para su decepción lo que encuentra en la caja son gafas de sol. Se lleva un par, se los prueba y percibe la realidad de una manera completamente distinta.
Al andar por la calle, las gafas le muestran a Nada que donde hay un cartel publicitario sobre viajes al Caribe en realidad dice “cásate y reprodúcete”, o donde está impreso un mensaje político, simplemente contiene la palabra “obedece”. Cada cartel trasmite una orden maquillada por la publicidad. Pero la peor sorpresa está por venir. En un puesto de periódicos se lleva el susto de su vida al toparse con un hombre de facciones cadavéricas y ojos saltones. Se trata de “ellos”, una suerte de alienígenas que si no fuera por aquellas gafas, Nada los tomaría por humanos corrientes. Pronto se da cuenta que las calaveras están en el poder: son los políticos, los conductores de TV, la gente elegante, los banqueros... Encolerizado con el capitalismo marciano, Nada decide resolver las cosas por la fuerza. Las calaveras ya se dieron cuenta de su capacidad de “ver”, pero él les responde a balazo limpio. Va en busca de Frank para hacerlo partícipe de la verdad detrás de las gafas, pero este se resiste de manera tal en la escena más famosa de esta película: una lucha extenuante de cinco minutos entre el “vidente” y el que se opone a ver. Para algunos esta escena es una metáfora de cuanto nos puede costar romper con una mentira de la que dependemos para vivir, para otros es el afán de Carpenter de sacar provecho a su luchador profesional y dirigir su propia escena de pelea. De una manera u otra, finalmente Nada logra que Frank se calce las gafas y obtiene un aliado. Ambos están hasta la coronilla de ser los peones de aquellas calaveras y van en busca de los rebeldes que crearon las gafas. El objetivo de desenmascarar a los extraterrestres parecerá totalmente descabellado, pues su control funciona a la perfección e incluso los humanos en su mayoría se sienten confortables con la situación.
“They live” es un film brillante. Carpenter lamentó el fracaso comercial del film, afirmando, quizá con despecho, que “el público que va en masa al cine no le gusta ser iluminado”. Sin embargo, años después “They live” obtuvo el estatus de film de culto. No es para menos. Estamos frente una película narrada con gran destreza y cuyas reflexiones sobre la percepción y su manipulación para perpetuar el sistema, resultan hoy terriblemente actuales. En esa recreación de “realidades virtuales”, “They live” recibe influencia de un fenómeno de los 80´s: la aparición de los videojuegos. Sin embargo, en este caso la percepción lograda a través de un artilugio tecnológico (una consola, un monitor, unas gafas) nos acercan a una verdad, inalcanzable para el ojo desnudo. Y, como en los videojuegos, una vez dentro de esta realidad paralela las valoraciones morales quedan abolidas. Por eso vemos a Nada descargar sin culpa su arma contra los alienígenas con los que antes compartía la acera. Algunas secuencias de acción parecen el sueño de un joven que descarga su furia contra el mundo decapitando monstruos digitales.
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A pesar de haber demostrado ampliamente su efectividad, con sus clásicos “Halloween” (1978) o “The Thing” (1982), John Carpenter volvía a ser un esforzado artífice del bajo presupuesto. Sus recientes proyectos de horror y fantasía, aunque de gran calidad, no siempre habían colmado las expectativas de quienes habían invertido en hacerlas realidad. A finales de los 80´s, en el declive comercial de su cine, Carpenter se ve obligado a tocar muchas puertas y aceptar las condiciones del timorato capital. Su nuevo proyecto brotaba de la vieja literatura de Ciencia Ficción, fascinación de su infancia y de sus películas. Un cuento ("Eight O'Clock in the Morning", 1963, de Ray Nelson), la adaptación al comic del mismo, más las agrias reflexiones del director respecto a la sociedad norteamericana, fueron la materia prima de “They Live”.
Mientras que los gobernantes se relamían por el inminente triunfo del capitalismo en la Guerra Fría; los yuppies huían, en sus costosos trajes, de ser alcanzados por el adjetivo tan temido de loser; y la televisión se ocupaba a fondo en hacer de la felicidad una nueva acepción de “comprar”, Carpenter quería contar la historia de un paria, desempleado, solitario y sin hogar que sorpresivamente descubre camuflada entre los humanos una raza de alienígenas que lleva las riendas del Sistema. Para ello necesitaba un héroe de comic, un actor cuyo rostro reflejara muchas batallas perdidas y su cuerpo la fuerza suficiente para enfrentarse a todos.
Para el papel Carpenter tenía en mente a Roddy Piper, un famoso luchador que por ese entonces anunciaba su retiro del ring para probar suerte como actor. De adolescente, Piper había entrado a la lucha libre para no seguir durmiendo en la calle. Su agresividad le rindió primero para salir del hambre y, tiempo después, para hacerse un lugar en la lucha profesional. En este mundo, donde la fanfarronería, las rencillas teatrales y el exceso de testosterona eran ingredientes esenciales, Piper estuvo entre los villanos más viles. Para encolerizar a sus rivales, Piper no escatimaba insultos racistas, bromas crueles y golpes a traición. Su provocador desempeño frente al micrófono le brindó mucha popularidad. Algunos golpes bajos verbales, algún cacareo previo, eran el mejor lubricante para las llaves de lucha más perversas. A mediados de los 80´s, Roddy tuvo su primera experiencia con las cámaras como anfitrión de un programa de TV, Piper´s pit, donde intercambiaba insultos con sus invitados para luego resolver diferencias en el ring. Pero tiempo después ya cansado de aquella vida y con algunas lesiones a cuestas, Roddy Piper anunció su retiro en WrestleMania III (1987). Entre el público estaba John Carpenter que, luego del triunfo, fue a buscarlo para ofrecerle el que sería su mejor match como actor.
Además de su inexperiencia actoral, Piper tuvo que superar la dificultad de expresar cierta sensibilidad en un semblante más bien ejercitado para la bronca. Además el personaje que compuso Carpenter, a partir de largas conversaciones, compartía los mismos traumas juveniles que su intérprete: maltrato doméstico y vida callejera. Es así como Nada, llamada así por su insignificancia para el mundo que lo margina, llega a Los Angeles en busca de empleo como obrero de construcción. Como no tiene donde dormir, otro obrero, Frank (interpretado por Keith David que había destacado en “La Cosa”), lo lleva a un barrio de casuchas improvisadas donde malviven otros homeless. Allí, mientras un grupo ve la televisión, Nada observa que la señal es interrumpida por la imagen de un hombre que los exhorta a “despertar”. Durante la interferencia las personas se quejan de dolores de cabeza que sólo desaparecen cuando la señal y el programa de modas son repuestos. Nada encuentra, en los alrededores, el lugar desde donde se hicieron esas transmisiones. Allí un cartel reza “ellos viven nosotros dormimos”. Nada no puede hacer más averiguaciones porque poco después llega la policía con tanques y helicópteros para barrer con todo. Nada logra huir llevando consigo una caja que encontró en la guarida de los revolucionarios. Pero para su decepción lo que encuentra en la caja son gafas de sol. Se lleva un par, se los prueba y percibe la realidad de una manera completamente distinta.
Al andar por la calle, las gafas le muestran a Nada que donde hay un cartel publicitario sobre viajes al Caribe en realidad dice “cásate y reprodúcete”, o donde está impreso un mensaje político, simplemente contiene la palabra “obedece”. Cada cartel trasmite una orden maquillada por la publicidad. Pero la peor sorpresa está por venir. En un puesto de periódicos se lleva el susto de su vida al toparse con un hombre de facciones cadavéricas y ojos saltones. Se trata de “ellos”, una suerte de alienígenas que si no fuera por aquellas gafas, Nada los tomaría por humanos corrientes. Pronto se da cuenta que las calaveras están en el poder: son los políticos, los conductores de TV, la gente elegante, los banqueros... Encolerizado con el capitalismo marciano, Nada decide resolver las cosas por la fuerza. Las calaveras ya se dieron cuenta de su capacidad de “ver”, pero él les responde a balazo limpio. Va en busca de Frank para hacerlo partícipe de la verdad detrás de las gafas, pero este se resiste de manera tal en la escena más famosa de esta película: una lucha extenuante de cinco minutos entre el “vidente” y el que se opone a ver. Para algunos esta escena es una metáfora de cuanto nos puede costar romper con una mentira de la que dependemos para vivir, para otros es el afán de Carpenter de sacar provecho a su luchador profesional y dirigir su propia escena de pelea. De una manera u otra, finalmente Nada logra que Frank se calce las gafas y obtiene un aliado. Ambos están hasta la coronilla de ser los peones de aquellas calaveras y van en busca de los rebeldes que crearon las gafas. El objetivo de desenmascarar a los extraterrestres parecerá totalmente descabellado, pues su control funciona a la perfección e incluso los humanos en su mayoría se sienten confortables con la situación.
“They live” es un film brillante. Carpenter lamentó el fracaso comercial del film, afirmando, quizá con despecho, que “el público que va en masa al cine no le gusta ser iluminado”. Sin embargo, años después “They live” obtuvo el estatus de film de culto. No es para menos. Estamos frente una película narrada con gran destreza y cuyas reflexiones sobre la percepción y su manipulación para perpetuar el sistema, resultan hoy terriblemente actuales. En esa recreación de “realidades virtuales”, “They live” recibe influencia de un fenómeno de los 80´s: la aparición de los videojuegos. Sin embargo, en este caso la percepción lograda a través de un artilugio tecnológico (una consola, un monitor, unas gafas) nos acercan a una verdad, inalcanzable para el ojo desnudo. Y, como en los videojuegos, una vez dentro de esta realidad paralela las valoraciones morales quedan abolidas. Por eso vemos a Nada descargar sin culpa su arma contra los alienígenas con los que antes compartía la acera. Algunas secuencias de acción parecen el sueño de un joven que descarga su furia contra el mundo decapitando monstruos digitales.
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Un muerto que no para de nacer
Ni el Ku Klux Klan, ni los nazis habían sido tan estimulantes como los comunistas para el Comité de Actividades Anti – Americanas. Rastreando influjos ideológicos peligrosos a través de Estados Unidos, se dieron una vuelta por los estudios de Hollywood. La difamación y el soplonaje dieron al cine estadounidense sus años más infames. En 1947 fue posible que un guionista o un director vayan a la cárcel por tomarse muy en serio la libertad de pensamiento. Herbert Biberman, director, no desmintió que su opción política se inclinaba a la izquierda, y pasó meses en prisión. Como él, cientos de trabajadores del cine cayeron en desgracia, excluidos por decreto de todo listado de créditos. Michael Wilson, guionista, y Paul Jarrico, productor, fueron otros dos nombres en la larga lista de talentos en cuarentena. Fue así que, irremediablemente desempleados, y en lugar de optar por el arrepentimiento, estos tres hombres se juntaron para cometer el crimen por el que ya habían sido castigados. Entonces dieron al cine norteamericano su única película marxista: “Salt of the Earth” (La sal de la tierra, 1954).
Toda gran película es obra de valientes. “La sal de la tierra” fue un film cuya independencia cruzó la línea de lo clandestino. Ningún otro proyecto saltaría tantas vallas. Fue perseguida ferozmente incluso antes de que se comenzara a rodar. Un relato con este aliento ideológico no podía seguir imprimiéndose en celuloide y en territorio americano.
Biberman y Jarrico planeaban filmar en Nuevo México, con la ahora minoría hispana como actores, una representación de una victoriosa huelga de mineros ocurrida en 1952. Paul Jarrico, que había sido comunista desde niño porque su papá era ruso y que había co-escrito una película pro-soviética (“Song of Russia”, 1943) hecha a pedido del Presidente Roosevelt para congraciarse con sus aliados de la II Guerra, había oído la historia de esta huelga en unas vacaciones por Nuevo México y quedó maravillado con ella. Pero como ahora los soviéticos eran los enemigos en cartel, Jarrico era un productor a quien no se podía permitir ninguna productividad. Herbert Biberman, por su parte, era un comunista fervoroso, paciente, que gustaba de hacer prédica política a compañeros de prisión y personal de seguridad. Había dirigido tres películas y escrito otras tantas, todas ellas hoy olvidadas, y al parecer tampoco prestigiosas en su momento tal es que nadie en Hollywood extrañó mucho a Biberman cuando lo pusieron en la Lista Negra. Al salir de prisión, se unió con Jarrico y otros colegas despedidos por las mismas razones, para formar Independent Productions Corporation, una fuente de empleo para sus talentos invendibles, pero sobre todo un acto de gran atrevimiento, una conspiración de blacklistees a plena luz del día. “Salt of the Earth” sería la película que realizarían.
Si mucho antes el maestro soviético Eisenstein había celebrado al sindicato proletario en “Stachka” (1924), ahora los rojos americanos contarían la huelga de la Union of Mine, Mill, and Smelter Workers en Nuevo México. Para la preparación del guión llamaron a Michael Wilson, un escritor de primer nivel, exiliado de Hollywood, que ya por entonces tenía que conformarse con no aparecer en los créditos de “A Place in the Sun” (1951), “Friendly Persuasion” (1956), “The Bridge on the River Kwai” (1957) o “Lawrence of Arabia” (1962). Wilson aceptó y viajó al lugar de los hechos, asistió a reuniones de la Unión, habló con los trabajadores y sus esposas. Se enteró que entre lo sufrido durante la huelga de ocho meses estuvo el arresto de 45 mujeres con sus niños, disparos a la multitud, el acoso constante de matones y la imposición de leyes matonescas. Wilson armó un guión que fue sometido a la consulta de la Unión. Mientras tanto, Jarrico ensamblaba un equipo técnico para emprender la batalla de este rodaje. Entre quienes lo siguieron estaban más artistas vetados y novatos deseosos de aventura. Para formar el elenco viajaron al pueblo de Silver City, New Mexico. Las comunidades de origen mexicano que contactaron no podían creer que fueran lo suficientemente interesantes como para que vengan a hacerles un casting. Todos los roles secundarios, más de cien, salieron de allí: mineros y sus esposas representándose a sí mismos. Para personificar a la pareja protagonista, un líder de la Union y su combativa esposa, Biberman tenía planeado dar el papel a su mujer, actriz blackliste, y enrolar a algún actor cuyo rostro no se dejaba ver en la industria. Pero comprendieron que no sería creíble tener a dos anglos urbanos en representación de una familia minera, más cerca de México que de la nación a la que supuestamente pertenecía. Entonces dieron con Rosaura Revueltas, una actriz mexicana que desde el apellido parecía dispuesta para la subversión. Pero el protagónico masculino aún no tenía actor y no lo tuvo hasta el último momento. Probaron muchas opciones, y por impaciencia finalmente eligieron a Juan Chacón, presidente de la Unión sin experiencia actoral y poco parecido a lo que Biberman imaginaba debía ser un mexicano machista y rudo. Sin embargo, el bajo y tímido Chacón calzó perfectamente en los zapatos del personaje.
“Cómo contar una historia que no tiene principio”, se pregunta Esperanza Quintero (Revueltas) al inicio de “Salt of the Earth”. La discriminación y la pobreza es la constante en Zinc Town, un pueblo de mineros, sin mayor interés para los blancos que la mano de obra barata de sus habitantes. A diferencia de los mineros anglos, los mexican-american reciben menos sueldo y sus casas no cuentan con servicios sanitarios. Su esposo Ramón Quintero, como sus compañeros en la Unión, están hartos con la situación. Así que en acuerdo general se declaran en huelga. Las protestas se dan a diario en medio del desierto que rodea la mina. Con gran espíritu comunitario resisten durante meses a los rompehuelgas a sueldo, las amenazas del Sheriff, el hambre y los rumores de que la empresa prescindirá de ellos. Pero en Washington DC, se aprueba una ley contra los sindicatos que prohíbe las protestas de obreros (Taft–Hartley Act). La Unión se encuentra contra la pared: si continúan con sus acciones irán a prisión. Esperanza Quintero les demuestra que la ley no impide que las esposas sustituyan a los obreros en las manifestaciones. Fuertes contradicciones sacuden la Unión. Algunos se oponen, encabezados por Ramón, a dejar en manos de las mujeres el éxito de la huelga. A pesar de ellos, la mayoría decide que ellas saldrán a protestar, mientras los hombres se ocupan de lo domestico en sus casas. Para los Quintero comenzará una revolución interna. Esperanza debe lidiar con la desaprobación de su esposo, absolutamente disgustado con soportar que su mujer levante pancartas y cánticos, arriesgando su vida, en lugar de continuar en su sitio a cargo de sus tres hijos. Pero ella prevalecerá en su pasión por recobrar la dignidad, para ella doblemente pisoteada.
Realizar una insensatez como “Salt of the Earth” sería tan espinoso como el hecho que pretende retratar. Poco tiempo después de comenzar, Biberman reunió a los mineros y a sus esposas en un teatro de Silver City para mostrarles el primer material rodado. Inmediatamente la prensa local informó que en el pueblo se cocinaba un film comandado desde Moscú. Desde entonces no la perdieron de vista, se dijo que alentaba los odios raciales, que pintaba a Estados Unidos como el enemigo de toda la gente de color, que blasfemaba contra el capitalismo, que la cercanía de su rodaje al centro de investigación atómica de Los Alamos demostraba que era una película-espía al servicio de Rusia. Desde entonces, el poder pondría en la gestación de “Salt of the Earth” tantos obstáculos como pudo. La extrema derecha llamó a un boicot nacional contra el film. Inmediatamente los laboratorios Pathé se negaron a seguir revelando las indeseables latas que Biberman les traía diariamente. Así que en adelante el equipo tenía que avanzar “a ciegas”. El rodaje prosiguió a pesar de la presencia amenazante de matones con rifles, que a veces disparaban al set, y el fastidio de un aeroplano que volaba sobre sus cabezas cada cierto tiempo. De repente la oficina de Inmigraciones se mostró muy preocupada por el pasaporte de Rosaura Revueltas, le retiraron la visa y la enviaron de vuelta a México. Biberman aún necesitaba de ella varios primeros planos y su narración en off. Un equipo viajó para hacer el trabajo en estudios clandestinos y el material fue enviado a cruzar la frontera como contrabando. Mientras tanto en Silver City, la intimidación se agudizaba. Les enviaron emisarios con el ultimátum: “si no se van mañana al amanecer, lo harán en cajas negras”. Tuvo que intervenir la policía para impedir que este rodaje devenga en linchamiento. Milagrosamente el equipo culminó las escenas.
La película aún estaba lejos de completarse. Ahora debían enfrentarse al delicado trabajo de post-producción y a nuevas adversidades. Se trasladaron a Los Angeles y después de tocar muchas puertas, al fin dieron con un laboratorio con las agallas necesarias para procesar el material. Luego reclutaron a un editor dispuesto a mancharse las manos, lo instalaron en una cabaña a merced del calor, pero tuvieron que despedirlo debido a su falta de experiencia. En total “Salt of the Earth” pasó por cuatro editores que trabajaron jornadas extenuantes en estudios improvisados, por ejemplo, en el baño de mujeres de un teatro abandonado. Incluso uno de los editores resultó ser un informante del FBI. Para inicios de 1954, “Salt of the Earth” por fin estaba terminada, pero ninguna sala la quería en sus marquesinas. El sindicato de proyeccionistas fue presionado para que ninguno de sus miembros se atreva a tocar aquellas latas. Pero como en todo lo demás, también sería una sala con ánimo outsider la que haría posible el estreno de “Salt of the Earth” en el Grande Theater de New York. Triunfante, una vez estrenada tuvo de su parte más defensores. Algunos críticos de prestigio no podían evitar elogiar, aunque con mesura, el tremendo poder de la historia cuyos tintes ideológicos no perjudicaban para nada. Los críticos oficiales, continuando con lo dispuesto, la vieran o no, la desdeñaron por considerarla un documento de propaganda política (lo que también era). “Salt of the Earth” tuvo una exhibición y recaudación bastante modesta en su país, aunque mejor de lo esperado. En cambio, en Francia la amaron y la adobaron con laureles. En México, Revueltas se convirtió en la estrella del momento. En Estados Unidos, sólo una década después, “Salt of the Earth” renacería para generaciones de mentes más amplias.
Han pasado más de cincuenta años. ¿Es posible que ahora “Salt of the Earth” nos sorprenda aparte de su desafío a la autoridad y el coraje pionero de su independencia? “Eso es todo”, pensé luego de los primeros diez minutos. Los personajes me parecían dibujados por el mismo trazo grueso e idealizado que escribe panfletos. Sentí que, a pesar de sus intenciones, los realizadores tropezaban con el cliché de mostrar a los protagonistas fervorosos en lo religioso y estoicos en el sufrimiento. Pero toda opinión apresurada suele equivocarse. Pronto los personajes crecían en su determinación. Dejó de ser una parábola ideológica para convertirse en un relato con pulso propio. Pero lo mejor del film no es la contradicción entre los huelguistas y sus patrones, sino las tensiones entre aquellos y sus esposas. En los 50´s, en las grandes pantallas era obligatorio que las mujeres tuvieran entre sus virtudes la belleza, la fidelidad, la cortedad intelectual y el espíritu hogareño. Esta película es absolutamente revolucionaria en ese aspecto: mujeres de “minorías”, pobres, de piel oscura, reclamando la dignidad que incluso estaba negada a sus esposos. Todavía hoy algunas palabras dichas por Esperanza pueden causar incomodidad: “¿Te sientes mejor si hay alguien inferior a ti?”. “Salt of the Earth” no es una película “comunista”, en el sentido de instrumento de apología, sino en la práctica, con el proletariado como protagonista y el espectador persuadido por su causa. No es fácil resistirse al gran optimismo y el coraje de “Salt of the Earth”. Es un muerto que no para de nacer.
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Toda gran película es obra de valientes. “La sal de la tierra” fue un film cuya independencia cruzó la línea de lo clandestino. Ningún otro proyecto saltaría tantas vallas. Fue perseguida ferozmente incluso antes de que se comenzara a rodar. Un relato con este aliento ideológico no podía seguir imprimiéndose en celuloide y en territorio americano.
Biberman y Jarrico planeaban filmar en Nuevo México, con la ahora minoría hispana como actores, una representación de una victoriosa huelga de mineros ocurrida en 1952. Paul Jarrico, que había sido comunista desde niño porque su papá era ruso y que había co-escrito una película pro-soviética (“Song of Russia”, 1943) hecha a pedido del Presidente Roosevelt para congraciarse con sus aliados de la II Guerra, había oído la historia de esta huelga en unas vacaciones por Nuevo México y quedó maravillado con ella. Pero como ahora los soviéticos eran los enemigos en cartel, Jarrico era un productor a quien no se podía permitir ninguna productividad. Herbert Biberman, por su parte, era un comunista fervoroso, paciente, que gustaba de hacer prédica política a compañeros de prisión y personal de seguridad. Había dirigido tres películas y escrito otras tantas, todas ellas hoy olvidadas, y al parecer tampoco prestigiosas en su momento tal es que nadie en Hollywood extrañó mucho a Biberman cuando lo pusieron en la Lista Negra. Al salir de prisión, se unió con Jarrico y otros colegas despedidos por las mismas razones, para formar Independent Productions Corporation, una fuente de empleo para sus talentos invendibles, pero sobre todo un acto de gran atrevimiento, una conspiración de blacklistees a plena luz del día. “Salt of the Earth” sería la película que realizarían.
Si mucho antes el maestro soviético Eisenstein había celebrado al sindicato proletario en “Stachka” (1924), ahora los rojos americanos contarían la huelga de la Union of Mine, Mill, and Smelter Workers en Nuevo México. Para la preparación del guión llamaron a Michael Wilson, un escritor de primer nivel, exiliado de Hollywood, que ya por entonces tenía que conformarse con no aparecer en los créditos de “A Place in the Sun” (1951), “Friendly Persuasion” (1956), “The Bridge on the River Kwai” (1957) o “Lawrence of Arabia” (1962). Wilson aceptó y viajó al lugar de los hechos, asistió a reuniones de la Unión, habló con los trabajadores y sus esposas. Se enteró que entre lo sufrido durante la huelga de ocho meses estuvo el arresto de 45 mujeres con sus niños, disparos a la multitud, el acoso constante de matones y la imposición de leyes matonescas. Wilson armó un guión que fue sometido a la consulta de la Unión. Mientras tanto, Jarrico ensamblaba un equipo técnico para emprender la batalla de este rodaje. Entre quienes lo siguieron estaban más artistas vetados y novatos deseosos de aventura. Para formar el elenco viajaron al pueblo de Silver City, New Mexico. Las comunidades de origen mexicano que contactaron no podían creer que fueran lo suficientemente interesantes como para que vengan a hacerles un casting. Todos los roles secundarios, más de cien, salieron de allí: mineros y sus esposas representándose a sí mismos. Para personificar a la pareja protagonista, un líder de la Union y su combativa esposa, Biberman tenía planeado dar el papel a su mujer, actriz blackliste, y enrolar a algún actor cuyo rostro no se dejaba ver en la industria. Pero comprendieron que no sería creíble tener a dos anglos urbanos en representación de una familia minera, más cerca de México que de la nación a la que supuestamente pertenecía. Entonces dieron con Rosaura Revueltas, una actriz mexicana que desde el apellido parecía dispuesta para la subversión. Pero el protagónico masculino aún no tenía actor y no lo tuvo hasta el último momento. Probaron muchas opciones, y por impaciencia finalmente eligieron a Juan Chacón, presidente de la Unión sin experiencia actoral y poco parecido a lo que Biberman imaginaba debía ser un mexicano machista y rudo. Sin embargo, el bajo y tímido Chacón calzó perfectamente en los zapatos del personaje.
“Cómo contar una historia que no tiene principio”, se pregunta Esperanza Quintero (Revueltas) al inicio de “Salt of the Earth”. La discriminación y la pobreza es la constante en Zinc Town, un pueblo de mineros, sin mayor interés para los blancos que la mano de obra barata de sus habitantes. A diferencia de los mineros anglos, los mexican-american reciben menos sueldo y sus casas no cuentan con servicios sanitarios. Su esposo Ramón Quintero, como sus compañeros en la Unión, están hartos con la situación. Así que en acuerdo general se declaran en huelga. Las protestas se dan a diario en medio del desierto que rodea la mina. Con gran espíritu comunitario resisten durante meses a los rompehuelgas a sueldo, las amenazas del Sheriff, el hambre y los rumores de que la empresa prescindirá de ellos. Pero en Washington DC, se aprueba una ley contra los sindicatos que prohíbe las protestas de obreros (Taft–Hartley Act). La Unión se encuentra contra la pared: si continúan con sus acciones irán a prisión. Esperanza Quintero les demuestra que la ley no impide que las esposas sustituyan a los obreros en las manifestaciones. Fuertes contradicciones sacuden la Unión. Algunos se oponen, encabezados por Ramón, a dejar en manos de las mujeres el éxito de la huelga. A pesar de ellos, la mayoría decide que ellas saldrán a protestar, mientras los hombres se ocupan de lo domestico en sus casas. Para los Quintero comenzará una revolución interna. Esperanza debe lidiar con la desaprobación de su esposo, absolutamente disgustado con soportar que su mujer levante pancartas y cánticos, arriesgando su vida, en lugar de continuar en su sitio a cargo de sus tres hijos. Pero ella prevalecerá en su pasión por recobrar la dignidad, para ella doblemente pisoteada.
Realizar una insensatez como “Salt of the Earth” sería tan espinoso como el hecho que pretende retratar. Poco tiempo después de comenzar, Biberman reunió a los mineros y a sus esposas en un teatro de Silver City para mostrarles el primer material rodado. Inmediatamente la prensa local informó que en el pueblo se cocinaba un film comandado desde Moscú. Desde entonces no la perdieron de vista, se dijo que alentaba los odios raciales, que pintaba a Estados Unidos como el enemigo de toda la gente de color, que blasfemaba contra el capitalismo, que la cercanía de su rodaje al centro de investigación atómica de Los Alamos demostraba que era una película-espía al servicio de Rusia. Desde entonces, el poder pondría en la gestación de “Salt of the Earth” tantos obstáculos como pudo. La extrema derecha llamó a un boicot nacional contra el film. Inmediatamente los laboratorios Pathé se negaron a seguir revelando las indeseables latas que Biberman les traía diariamente. Así que en adelante el equipo tenía que avanzar “a ciegas”. El rodaje prosiguió a pesar de la presencia amenazante de matones con rifles, que a veces disparaban al set, y el fastidio de un aeroplano que volaba sobre sus cabezas cada cierto tiempo. De repente la oficina de Inmigraciones se mostró muy preocupada por el pasaporte de Rosaura Revueltas, le retiraron la visa y la enviaron de vuelta a México. Biberman aún necesitaba de ella varios primeros planos y su narración en off. Un equipo viajó para hacer el trabajo en estudios clandestinos y el material fue enviado a cruzar la frontera como contrabando. Mientras tanto en Silver City, la intimidación se agudizaba. Les enviaron emisarios con el ultimátum: “si no se van mañana al amanecer, lo harán en cajas negras”. Tuvo que intervenir la policía para impedir que este rodaje devenga en linchamiento. Milagrosamente el equipo culminó las escenas.
La película aún estaba lejos de completarse. Ahora debían enfrentarse al delicado trabajo de post-producción y a nuevas adversidades. Se trasladaron a Los Angeles y después de tocar muchas puertas, al fin dieron con un laboratorio con las agallas necesarias para procesar el material. Luego reclutaron a un editor dispuesto a mancharse las manos, lo instalaron en una cabaña a merced del calor, pero tuvieron que despedirlo debido a su falta de experiencia. En total “Salt of the Earth” pasó por cuatro editores que trabajaron jornadas extenuantes en estudios improvisados, por ejemplo, en el baño de mujeres de un teatro abandonado. Incluso uno de los editores resultó ser un informante del FBI. Para inicios de 1954, “Salt of the Earth” por fin estaba terminada, pero ninguna sala la quería en sus marquesinas. El sindicato de proyeccionistas fue presionado para que ninguno de sus miembros se atreva a tocar aquellas latas. Pero como en todo lo demás, también sería una sala con ánimo outsider la que haría posible el estreno de “Salt of the Earth” en el Grande Theater de New York. Triunfante, una vez estrenada tuvo de su parte más defensores. Algunos críticos de prestigio no podían evitar elogiar, aunque con mesura, el tremendo poder de la historia cuyos tintes ideológicos no perjudicaban para nada. Los críticos oficiales, continuando con lo dispuesto, la vieran o no, la desdeñaron por considerarla un documento de propaganda política (lo que también era). “Salt of the Earth” tuvo una exhibición y recaudación bastante modesta en su país, aunque mejor de lo esperado. En cambio, en Francia la amaron y la adobaron con laureles. En México, Revueltas se convirtió en la estrella del momento. En Estados Unidos, sólo una década después, “Salt of the Earth” renacería para generaciones de mentes más amplias.
Han pasado más de cincuenta años. ¿Es posible que ahora “Salt of the Earth” nos sorprenda aparte de su desafío a la autoridad y el coraje pionero de su independencia? “Eso es todo”, pensé luego de los primeros diez minutos. Los personajes me parecían dibujados por el mismo trazo grueso e idealizado que escribe panfletos. Sentí que, a pesar de sus intenciones, los realizadores tropezaban con el cliché de mostrar a los protagonistas fervorosos en lo religioso y estoicos en el sufrimiento. Pero toda opinión apresurada suele equivocarse. Pronto los personajes crecían en su determinación. Dejó de ser una parábola ideológica para convertirse en un relato con pulso propio. Pero lo mejor del film no es la contradicción entre los huelguistas y sus patrones, sino las tensiones entre aquellos y sus esposas. En los 50´s, en las grandes pantallas era obligatorio que las mujeres tuvieran entre sus virtudes la belleza, la fidelidad, la cortedad intelectual y el espíritu hogareño. Esta película es absolutamente revolucionaria en ese aspecto: mujeres de “minorías”, pobres, de piel oscura, reclamando la dignidad que incluso estaba negada a sus esposos. Todavía hoy algunas palabras dichas por Esperanza pueden causar incomodidad: “¿Te sientes mejor si hay alguien inferior a ti?”. “Salt of the Earth” no es una película “comunista”, en el sentido de instrumento de apología, sino en la práctica, con el proletariado como protagonista y el espectador persuadido por su causa. No es fácil resistirse al gran optimismo y el coraje de “Salt of the Earth”. Es un muerto que no para de nacer.
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