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Inventario de dudas

Andrzej Munk murió a medio camino de su obra maestra. Un accidente de auto se interpuso en la realización de "Pasazerka"(La pasajera, 1961-63). Quienes trabajaron con Munk sabían que el proyecto causaría gran impacto: el cine de Polonia por fin reflexionando sobre los campos de concentración nazis y las heridas en la memoria. Pero sólo llegaron a rodarse algunas escenas. Dos años después de la muerte de Munk, los amigos involucrados hicieron, en homenaje a Munk y a las inquietudes que ellos también compartían, un documento que de fe de la grandeza de una película incompleta. “La Pasajera” fracasó como el sueño de un director, pero quienes lo sobrevivieron no podían dormir sabiendo que lo avanzado merecía mejor destino que el olvido.

El rescate de “La pasajera” no se planteó construir las escenas que el director no llegó a concretar. ¿Cómo atreverse a llenar los vacíos que dejó otro artista? Por el contrario, era imposible ocultar su gestación interrumpida. Por eso la película es, en cierta forma, un inventario de preguntas, de retazos de argumento sin destino, y jugar al “qué hubiera sido”. ¿Qué justifica entonces intentar dar forma a lo inacabado? Un proyecto cinematográfico puede responder en igual medida a la inquietud personal de su director como a las preocupaciones de una generación. Entonces si una obra maestra puede expresar el sentir de muchos, “La pasajera”, que casi logró serlo, también podría tener ese poder. Gracias a la naturaleza colectiva del cine esto pudo ser demostrado, pero tratándose también de un arte autoritario en lo creativo, una vez que el autor se va con los planos los demás obreros no pueden terminar la obra.

La historia de “La pasajera” ocurre en dos locaciones: el campo de concentración de Auschwitz y un lujoso crucero aislado del tiempo. Munk llegó a rodar sólo las escenas correspondientes a Auschwitz. En el crucero, Liza retorna a Alemania después de muchos años, acompañada por su marido. Entre los pasajeros, Liza reconoce a una mujer muy parecida a alguien de su pasado. Estas secuencias son mostradas con imágenes fijas, presumiblemente fotos de producción, explicadas por una voz en off. Aquella mujer quizá sea Marta, una ex prisionera en Auschwitz. Esta aparición motiva que Liza cuente a su marido cómo fue “realmente” su juventud en Alemania. Le revela que sirvió en Auschwitz, como miembro del Partido Nazi, encargada de vigilar los objetos confiscados a los judíos. En busca de una asistente, Liza elige a Marta de entre las filas de prisioneras. Desde entonces se establece una relación entre la supervisora, que impulsada por una extraña simpatía protege a la prisionera, y Marta que responde a estas atenciones con estoicismo. Incluso Liza habría librado a Marta de ser ejecutada. Pero esta es sólo la versión que Liza cuenta a su marido. Aquella incómoda presencia en el crucero ha traído de vuelta a la mente de Liza los recuerdos más auténticos. Para su propio interior, Liza contará una versión de los hechos más cercana a la verdad.

En el segundo relato, más detallado, vemos que las razones de Liza para proteger a Marta eran mucho más retorcidas. Liza elige a Marta atraída por su juventud y por cierto aire altanero. Marta es un enemigo que Liza deseará doblegar como un ejercicio personal de poder. Liza se entera que el prometido de Marta está recluido en otro sector de Auschwitz y este será factor determinante. Liza envidia que Marta, a pesar de ser una prisionera, pueda darse el lujo de ser amada, mientras que ella es sólo una pieza en el engranaje del Nazismo, prohibida de todo sentimiento. La supervisora dará a la prisionera la posibilidad de reunirse con su prometido y encontrará en esto otra forma de ejercer poder sobre ella al controlar sus momentos de esperanza y placer. Marta en su mutismo se resistirá a verse doblegada y convertida en la “prisionera modelo” que Liza mostrará a sus superiores para subir posiciones.

Es extraordinario que el defecto de “La pasajera” resulte tan coherente con su mensaje. Habiendo quedado inconclusa, de manera fortuita la idea de la fragilidad de la memoria se ve reforzada. “La pasajera” medita sobre lo poco fiable que es la “verdad” respecto a episodios de horror y vergüenza. En especial en tiempos de paz donde esos sucesos han sido supuestamente superados. A esto responde la circunstancia del crucero: el lugar menos apropiado para ponerse a pensar en el Holocausto. Y es en la imposibilidad de asir aquel pasado que la película misma parece sacrificarse, dejando a su espectador con más preguntas que certezas. ¿Era esa mujer realmente Marta? Si lo es ¿cómo sobrevivió a Auschwitz? ¿Liza logra hacer contacto con ella durante el viaje? ¿O más bien prefiere evitarla y la observa de lejos mientras conversa con sus recuerdos? No lo sabemos y tal vez Munk tampoco planeaba dar respuestas precisas.

Desde luego, esta ambigüedad no sería tan interesante si las escenas terminadas no fueran así de fascinantes. Munk emociona con la mirada de Marta, con la cruel cotidianidad en el campo de concentración, con aquel patético desfile de prisioneros, con la audacia de Marta y su novio de intercambiar entre las filas de prisioneros para estar lo más cerca posible uno del otro, o con la orquesta de músicos de traje a rayas que toca música clásica para el solaz de los jefes. Munk eligió explorar lo interior, lo desapercibido, la duda, frente a un tema, que por su delicadeza, otros tratarían con grandilocuencia y corrección. “La pasajera” se deshace como rindiéndose al fracaso del cine en alcanzar la expresión profunda de aquellos horrores.


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Pesadilla doméstica

La trama de “La Mosca” es una de las más recordadas de todo el género de Ciencia Ficción. En 1986, David Cronenberg hizo su versión de “The Fly” (1958) y causó tal impacto que si algún día inventan la tele transportación, nadie olvidará rociar con insecticida las cabinas antes de cada viaje. ¿Cómo una proeza como la desintegración de la materia fue arruinada por una vulgar mosca doméstica? Otro argumento surgido del candoroso pesimismo de la Ciencia Ficción de los 50´s. La tecnología humana se había vuelto demasiado peligrosa como para estar en poder de humanos.

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La metamorfosis

Da la casualidad que mientras escribo en los cines se proyecta un blockbuster llamado “Iron Man”. Quizá sea superflua la coincidencia, la película hallada también alude en el título la naturaleza metálica de su protagonista. ¿Qué se puede esperar de “hombres de hierro”? Tengo entendido, según el tráiler, que en “Iron Man” (2008), ser “de hierro” es estar en la última moda en armamento, controlar el poder que otorga una superarmadura. Ejemplos mucho menos literales se encontrarán si fundimos el hierro con virtudes como la valentía y la firmeza, pero tampoco es este el caso. En ambas figuras, hierro es símbolo de poder. En la japonesa “Tetsuo, the Iron Man” (1989), el metal es metafórico y al mismo tiempo dolorosamente literal. Es la conversión sufriente de un hombre en una mounstrocidad metalúrgica. Los tempranos futuristas nunca imaginaron que su optimista canto al progreso y la máquina podía derivar, con los años, en una exaltación tan insana como esta. Desechos de revoluciones industriales atacando organismos humanos como un cáncer, transformando hombres en chatarra.

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Cicatrices de la memoria

“Nada diferencia los recuerdos de los momentos habituales. Sólo más tarde se dan a conocer cuando muestran sus cicatrices.” En una mañana cualquiera, en un aeropuerto de París, un niño observa el rostro de una mujer. De repente, un hombre que corre hacia ella es derribado de un disparo. Pocos años después estalla la III Guerra Mundial y París es destruida. Aquel niño, ahora uno de los sobrevivientes, se aferra al recuerdo de esa mujer como protección ante una memoria desoladora. “La Jetée” (1962) era un corto que hacía de “telonera” a “Alphaville” (1965) de Jean-Luc Godard, el film de Ciencia Ficción de la Nueva Ola francesa, por excelencia. El aperitivo era quizá mejor que el plato fuerte. Una historia de viajes en el Tiempo contaba con la intrepidez formal de quienes querían romper con el pasado.

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El rostro trasplantado

Sobre las grandes pantallas ya se escurrían los primeros salpicones de sangre. Barato celuloide americano desembarcaba en Europa y traía consigo el miedo y la violencia gráfica como las nuevas (pero prohibidas) emociones del cine. Los franceses, delicados artesanos del cinema, no podían quedarse atrás e ingresaron en lo horrendo como correspondía a su fama. “Les yeux sans visage” (“Ojos sin rostro”, 1959) es la película de horror más elegante jamás filmada. Pero lo cortés no quita lo valiente. Los críticos quedaron traumatizados. Esta película agredía sus refinados conceptos del cine francés, pero al mismo tiempo los fascinaba con su narrativa maestra. Lo intolerable era que su virtud estaba al servicio de sórdidas audacias. Mientras la vecina Alemania era aún muy sensible a cualquier referencia a la crueldad de sus científicos nazis, Francia mostraba al vecindario esta cinta sobre un doctor demente que extirpa el rostro de bellas jóvenes por amor a su hija.

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El sepulturero hereje

“Não assista este filme” advertía la gitana, acariciando un cráneo de cartón. Pero el público, cebado con chanchadas, no compraba una entrada en vano. “¡No vean esta película! Váyanse a casa”. Nadie podía dudar que “À Meia Noite Levarei a sua Alma” (A media noche me llevaré tu alma, 1964) no era otra comedia carnavalesca, sino el primer largometraje de horror brasilero. Un país impregnado de supersticiones, credos ancestrales y fanatismo, no podía seguir riéndose cada vez que iba al cine. Mientras tanto, a Zé Do Caixao, el más blasfemo y descreído personaje salido del cine, con cada exclamación de horror y cada reclamo de la censura le crecían más las uñas.

Para convertirse en cineasta, José Mojica Marins avanzó por un tortuoso camino. Pocas cinematografías, como las latinoamericanas, son mejores en poner a prueba la voluntad y la resistencia de sus cineastas. Mojica Marins no sólo soportó las penurias de decidir hacer un cine personal en Latinoamérica, sino también sufrió extraños infortunios de su personal destino. Siendo niño, su padre, que regentaba un cine de feria, le obsequia una cámara de 8 mm. Realiza infinidad de cortos inspirados en su asombro por la superstición y los ritos de la muerte. Cuenta que fue secuestrado por gitanos y presenció sesiones de magia negra y el retorno de un muerto a la vida, en un remoto lugar donde nadie conocía la catalepsia. Mas tarde, sorprendería al cura de su Iglesia con un corto en 16 mm con su peculiar visión del Juicio Final, al punto que aquel propondría su exorcismo. Sus primeros intentos de hacer un largometraje fueron literalmente funestos. Las tres actrices elegidas sucesivamente para protagonizar su película “Sentença de Deus” tuvieron un tropiezo fatal. La primera murió ahogada, la siguiente de tuberculosis y la última perdió ambas piernas en un accidente. El rodaje de su nuevo proyecto, “O Auge do Desespero”, fue arrasado por una lluvia torrencial que destrozó escenografía, equipo y cámara. En 1959, “A Sina do Aventureiro”, una suerte de western rodado en una región inhóspita, también se arruinaría al descubrirse que gran parte de lo filmado estaba fuera de foco. Los títulos ya parecían anunciar el fracasado desenlace de estos proyectos: “Sentencia de Dios”, “El abismo de la desgracia” y “El destino del aventurero”. La mala fortuna tenía a Mojica Marins estaba en la quiebra, abandonado por su esposa y enfermo de una depresión que ni un sacerdote macumba le pudo arrancar. Pero, como ha sucedido muchas veces en el origen de las grandes obras, Mojica Marins tuvo un sueño, o más bien una pesadilla, en el que era arrastrado por un hombre misterioso hacia una lápida con su nombre. Aquel sujeto, vestido de oscuro, llevaba su rostro. Menos de un mes después, hipotecando su casa e invirtiendo hasta la última moneda, lograría capturar esa pesadilla en celuloide: “À meia noite levarei a sua alma” (1964), su obra definitiva.

El personaje salido del subconsciente de Mojica Marins fue bautizado (es sólo un decir, en realidad este ser hubiera abominado del bautismo) como Zé Do Caixao o Joe Coffin, para la distribución internacional. En un principio estaba pensado que un actor lo interprete, pero ninguna opción complacía a Marins. Entonces fue evidente que él debía encarnar a su propia pesadilla. Zé Do Caixao es la personificación del mal. Un sepulturero, ateo a ultranza, que desprecia toda creencia en lo sobrenatural. Viste siempre de negro y en sociedad desenvuelve una sinceridad tenaz y agresividad a la mínima provocación. Es capaz de asesinar con sadismo pero tiene la gentileza de presentarse en el funeral de la víctima para dar las condolencias. Su conducta es nietzscheana, se considera un hombre absolutamente libre, ningún miedo o creencia lo reprime de ejercer el más abyecto egoísmo. Solo hay una cosa que respeta, la valentía, y una sola es la razón de su existencia: asegurar la continuidad de su sangre.

En “À meia noite levarei a sua alma” ocurre en una paupérrima villa al norte de Sao Paolo. Los pueblerinos viven atemorizados con la presencia de Zé do Caixao, que se pasea pronunciando blasfemias, insultos y acosando a las mujeres. Zé tiene una amante, Lenita, incapaz de engendrar el hijo que este anhela. Pero Zé ahora desea a Teresina, la novia de su único amigo, Antonio. Sin el más mínimo impedimento moral, Zé se deshace de Lenita, amordazándola y poniéndole una araña en la cara, y luego apuñala a Antonio. Durante el funeral, Zé visita a la desconsolada Terezinha y la viola. Poco después, la mujer elige ahorcarse antes que traer al mundo a un hijo de Zé. Jura que volverá para arrastrar su alma hasta el infierno. El sepulturero decepcionado retoma la búsqueda de alguien que albergue su retoño. Una forastera llega al pueblo y solicita en la taberna a un caballero que la acompañe hasta la casa de tu tía, al otro lado del cementerio. En un pueblo de supersticiosos, el único capaz de amabilidad como tal es Zé, que se ofrece a acompañarla. De regreso por el camposanto, Zé piensa en cómo seducir a la recién llegada pero de repente la atmósfera se torna inquietante y aparece el espectro de Antonio. Vaticinada por la gitana, la venganza de los espíritus parece sobrevenir contra Zé. El sepulturero exclama desafiante: “!Destrúyeme, no creo en nada!”.

“À meia noite levarei a sua alma” es tan lograda en crear una atmósfera sobrecogedora que disimula todos los defectos de su precaria factura. A excepción de Mojica Marins, los actores son pésimos. Sin embargo, esto visto de una manera puede jugar a favor del film remarcando la idea de que el pueblo de Zé do Caixao está habitado por mansos timoratos. Pensándolo bien, los actores debían estar realmente aterrados. Se cuenta que durante el rodaje, en un momento muy crítico, Mojica Marins perdió la paciencia y obligó a todos a trabajar apuntándoles con una pistola, que poco antes había sido parte de la utilería. Por premuras del presupuesto se utilizó una araña real en la escena de la muerte de Lenita, que dio como resultado gritos verídicos de la actriz. Todo esfuerzo, para no decir exceso, puede haberse justificado en haber servido para dar al cine un villano tan peculiar e interesante como Zé do Caixao.

Como es de imaginar, en 1964 era toda una novedad un film con tal fascinación por la maldad, con algunas imágenes proto-gore y más de un enunciado blasfemo. El expediente de la censura contra esta película fue profuso, pero a pesar de ello (o quizá por eso) “À meia noite levarei a sua alma” fue todo un éxito en Brasil. Si bien el triunfo no representaría ni un real para su director, por haber cedido los derechos previamente para pagar deudas, ganaría gran fama con su personaje y llamaría la atención del “cine de lixo”, una vertiente del cine brasilero que en contraposición al cinema novo, prefería los traseros a las metáforas políticas y las tramas escabrosas a los diálogos edificantes. Para ser distribuidas en ese circuito, pero con su sello personal, Mojica Marins hizo sus siguientes películas: la exitosa secuela, “Esta Noite Encarnarei no teu Cadáver”, (“Esta noche me encarnaré en tu cadáver, 1967”) y varias otras donde Ze do Caixao aparecería como parte de una alucinación o presidiendo su propio infierno.

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Las manos voraces

Las penurias del pasado se disipaban. En Japón, los analistas hablaban de un “milagro”. Con el amanecer de los sesentas, las nuevas generaciones descansaban del "esfuerzo nacional" matando el rato frente a la TV y el cine. En la pantalla grande ahora cabía lo que en la chica estaba proscrito. Del frondoso cine japonés la rama del erotismo ganó grosor. Los besos estaban permitidos desde algún tiempo atrás, ya era el momento de los azotes. Evidenciando una sexualidad compleja, por decir lo menos, las pinku eigas ofrecían un menú que mezclaba violación, tortura, sadismo y tetas pequeñas. Toda mujer llevaba dentro de sí a una masoquista reprimida. El viril latigazo las hacía libres.

Aquella sociedad apretujada por tradicional rigidez, desahogaba obsesiones a través del cine erótico. Se hicieron miles de películas que empujaron, centímetro a centímetro, los muros de la censura. Pero las fronteras eran sinuosas: se admitían celebraciones de sadismo, pero nunca ni un asomo de vello púbico. La mayoría de estas películas expiraba con la amnesia de la retina, pero hubo un puñado que viajó a las respetadas vitrinas de festivales en Occidente. Eran méritos de jóvenes directores que aprovechaban las livianas condiciones del género para hacer sus experimentos. Obras que discretamente sobrepasaban el formato para dejar entrever los ligamentos de un submundo encaprichado por el placer.

Uno de aquellos directores era Yasuzo Masumura, que navegó a través de una filmografía inhóspita (más de 50 films) y cuyos triunfos arribaron muy tarde en el ojo occidental. Formado en Roma, con maestros como Fellini y Visconti, Masumura regresó a casa sin ganas de neorrealismo, pero dispuesto a romper con el mainstream japonés. Acusaba al cine tradicional de estar distante de la realidad, y al realismo de acorralar al sujeto entre la resignación y la opresión del “ser colectivo”. El objetivo de su cine era rebelarse contra la derrota de la individualidad, mediante la descripción exagerada de las pasiones humanas. En las películas de Masumura los personajes socialmente exitosos están perdidos moralmente, son proclives al egoísmo y la crueldad, mientras que los protagonistas se estrellan de cara en su pasión por la libertad. Una de sus obras maestras, redescubierta décadas después en el Oeste, es “Blind Beast” (Bestia ciega o “Moju”, 1969), precursora de “El Imperio de los Sentidos”(1976), el pinku eiga más conocido en todo el mundo.

“Blind Beast” es un relato elegantemente desquiciado. En un museo, la modelo Aki encuentra a Michio, un ciego que acaricia salaz una escultura de su cuerpo. Un rato después, Aki se siente tensionada y solicita un masajista. Michio suplanta al masajista para entrar en su casa, tocarla por un buen rato y después secuestrarla. Despierta en su extraño taller, un gran salón de cuyas paredes brotan esculturas de bocas, ojos, narices, piernas y tetas. Michio es un escultor obsesionado con modelar el cuerpo de Aki. Ella se niega pero él logra convencerla prometiendo que la dejará libre cuando termine la obra. ¿Pero como puede esculpir un ciego a una mujer? Pues, tocándola detallada y repetidamente. Michio es un lujurioso del tacto para quien la expresión “mano larga” se queda corta. Durante las sesiones, el escultor irá sumergiendo a su modelo en un frenesí epidérmico que motivará los celos de la madre, encubridora de los delirios artísticos de su hijo. Intentando impedir que Aki sea ahorcada, Michio mata a su madre accidentalmente. Ahora a solas, y a pesar que la escultura ya fue terminada, Michio y Aki perderán la cabeza explorando sensaciones de la piel cada vez más extremas.

Sin dejar de ser una película de género, “Blind Beast” se distingue por una propuesta visual minimalista pero de atmósfera exacerbada. La mayor parte de la acción transcurre en el gran “utero” que es el taller, un refugio casi en penumbras que es un santuario a las formas femeninas, pero recreadas desde el punto de vista de un bebé. Sin embargo, la desnudez real en el film, aunque constante, es esquiva a exhibirse. La naturaleza perversa del relato es más una proyección psicológica que una agresión física. Las manos voraces del ciego traducen el cuerpo tenue de Aki en una escultura de formas mucho más voluptuosas.

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El espectaculo de la agonia

África, aquella escenografía para la fantasía aventurera, se vino abajo. El espejismo de un continente rústico pero fascinante, salvaje pero dominable que el cine proyectaba a los ojos occidentales se desvaneció de golpe. África, aquel escenario del saqueo europeo, era devuelto a sus verdaderos dueños. Los documentalistas Gualtiero Jacopetti y Franco Prosperi viajaron para ver qué dejaba a sus espaldas la última autoridad colonial al zarpar. El resultado fue “África Addio” (Adiós Africa, 1966), un retrato desolador. El caos, las masacres étnicas, las tiranías sanginarias, eran ahora las postales africanas. Pero Europa prefería mirar a otra parte.

Cuando decir “mondo”, sin ser italiano, era referirse a un nuevo género cinematográfico, la carrera de Gualtiero Jacopetti y Franco Prosperi, realizadores de “Mondo Cane” (1962), peligraba bajo la marea de su propia ola. “Mondo Cane” había traído al público algo completamente nuevo. La realidad podía ser un espectáculo mucho más impactante que cualquier ficción. La inmensa popularidad de la cinta creó un público nuevo que infinidad de “mondos” posteriores aún no han logrado saciar. Por su parte, Jacopetti y Prosperi se vieron presionados a sacar el jugo al material restante de "Mondo Cane" y montaron dos películas medianas “Mondo Cane Nº2” (1963) y “La donna nel mondo” (1963). Afortunadamente, su siguiente proyecto, “Africa Addio”, salvaría su filmografía del estancamiento prematuro. Ahora sobresalir exigía una apuesta mucho más audaz. La oportunidad fue vista en el continente africano que a inicios de los sesenta se independizaba de Europa. El proyecto tomaría tres años y casi costaría la vida de sus realizadores.

“Africa Addio” es una pesadilla con bella fotografía. El espíritu lúdico y el sentido del humor de “Mondo Cane” no tiene cabida en este retrato devastador de la condición humana. Sin la “supervisión europea”, África es presa del caos. El entusiasmo inicial por la partida de los europeos y el fin de las desigualdades que estos instauraron, rápidamente es reemplazado por los resentimientos étnicos y la pobreza extrema. Lo que sigue es el recuento de una realidad atroz. Sin las antiguas restricciones, los parques nacionales son invadidos y la vida silvestre depredada. Largas secuencias de matanza de animales están entre las más famosas de esta película. Vemos cazadores blancos disparando a elefantes desde helicópteros y decenas de cazadores nativos matando a punta de lanza a ciervos, elefantes y hipopótamos. Es arduo matar a un animal de gran tamaño sin armas de fuego, “Africa Addio” nos lo demuestra en tiempo real. La cacería de hombres no se hace esperar. Desde las alturas vemos a toda una población árabe en espera del genocidio, mientras los cadáveres se van amontonando en fosas. Más ejecuciones, guerrillas, linchamientos, la cámara de “Africa Addio” se infiltra en las revueltas y se mancha de sangre.

Sin embargo, todo este horror es mostrado con una fotografía exquisita y una banda sonora de primera. Por momentos se hace difícil creer que toda esa precisión y variedad de planos pueda ser posible ante hechos supuestamente espontáneos. Esta es la sospecha que ha caído desde el principio sobre el cine de Jacopetti y Prosperi ¿Cuánto del material ha sido escenificado? En el documental “Godfathers of Mondo” (2003), Jacopetti, a sus 84 años, asegura que con “Africa Addio” nada podía estar previsto, filmaron lo que iban encontrando en sus tres años de periplo. Algo que muchos no creyeron por aquel tiempo. Antes de estrenarse, “Africa Addio” produjo gran escándalo por la acusación de haberse propiciado para las cámaras la ejecución de un rebelde negro por obra de mercenarios. La denuncia llegó a las instancias más altas en Italia. En el delirio los jueces incluso quisieron saber quién había matado a todos los demás. El equipo entero tuvo que retornar para reunir pruebas de inocencia y sólo con eso pudieron salir librados. Yo sospecho que Jacopetti y Prosperi son responsables de otra horrenda escena de muerte del film: el hipopótamo que muere por cientos de lanzas. La evidencia: en “Godfathers of Mondo”, Prosperi, que de entrada parece un aficionado a la caza (¿por qué se haría entrevistar con un comillo de marfil al costado?), nos enseña entre su colección de recuerdos africanos el cráneo del “famoso hipopótamo”. No explica cómo lo obtuvo (¿no lo habían matado para comérselo?), en cambio destaca que “ahora sería difícil encontrar hipopótamos así de grandes en Mozambique”.

Como era de esperarse, la conmoción producida por “Africa Addio” fue inmensa en Italia. No solamente las imágenes eran bastante chocantes e inusuales, sino que la narración en off que las acompañaba planteaba una visión de tintes racistas. Según los realizadores, África no estaba preparada para gobernarse a sí misma. “Europa abandonó a su bebé negro cuando este más lo necesitaba”. Sin la protección del hombre blanco, los negros se desbordan en un festín de sangre y pillaje. La mayoría de veces la narración hace aseveraciones de una retórica capsiosa, de una ironía torpe, menos interesada en el análisis que en la opinión particular. La acusación de racista fue otra gran polémica que recayó sobre los realizadores. El nuevo escándalo mermó en gran media el potencial de poner en el tapete occidental la realidad africana, pues claramente el film señalaba que eran los europeos los primeros responsables de todo aquel desastre, al no formar clases políticas que ejerzan el poder en Africa. En mi opinión, Jacopetti y Prosperi no eran racistas, en el sentido estricto al menos. Su desatino estuvo en tantear sus propios comentarios políticos, demasiado superficiales y presuntuosos para un material tan delicado.

El impacto de “Africa Addio” también se vio afectado tan pronto la censura de diferentes países pusiera las manos sobre ella para la distribución internacional. En Francia, el film fue secuestrado por el gobierno y en Estados Unidos, con alteraciones nada respetuosas, se le rebautizó como “Africa, blood and guts” (Africa, sangre y tripas) para mayor identificación con el ya desprestigiado “mondo”.

Con todo, “Africa Addio” es un hoy una obra que merece verse por importantes razones. Es el único documento cinematográfico existente sobre la transición africana. Tristemente nos demuestra que las cosas no han cambiado mucho hasta hoy, la escasa información que se difunde de África al mundo reporta los mismos trágicos hechos. Es un documental de muy buena factura, resultado de un trabajo paciente y apasionado, un doloroso placer para los ojos. Y, por último, sus realizadores arriesgaron el pellejo al hacerla y se siente constantemente la presencia del peligro.

En una de las escenas más tensas del film, el equipo se inmiscuye en auto por un barrio que está siendo tomado por rebeldes. Cadáveres recientes desperdigados en las aceras y hombres de cara contra los muros. Un guerrillero los intercepta, rompe el parabrisas con la culata y los obliga a detenerse. Jacopetti y otros del equipo son hechos prisioneros y conducidos al muro. “Africa Addio” no explica el milagro que los salvó de ser ejecutados. Jacopetti contaría después, no sin extrañeza: un soldado negro gritó de repente: “Alto, no son blancos, son italianos”, es decir no son ingleses.


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